Después de que, al parecer, el presidente Donald Trump se refirió a ciertos países latinoamericanos y africanos como pocilgas (shitholes) se armó el – ya acostumbrado – escándalo internacional.

Si bien este tipo de referencias no se esperan de un presidente, mucho menos de la principal potencia global, la verdad es que ya debemos dejar de sorprendernos por el estilo de Trump: por razones que aún no es posible aseverar, este dirigente parece no creer en las formas, ni protocolos de la alta política, ni de la diplomacia internacional. De hecho, podría sostenerse que precisamente fue elegido, entre otras, por esta causa.

Es más, podría también sostenerse que, en realidad, lo que choca tanto a algunos y gusta tanto a otros es que Trump en el altavoz de muchas ideas compartidas socialmente, la mayoría de ellas políticamente incorrectas. Trump no pretende esconder que el cargo lo está ejerciendo, basado en sus prejuicios, creencias y lugares comunes, no importa qué tanto violen estos la evidencia o las premisas básicas de la lógica y la razón. (De nuevo, podría sostenerse que el hecho de ir en contra de esto es otra de las razones por las que fue elegido).

Para el caso de la categorización de países y personas, esto es un hecho incontrovertible. Así hoy se rasguen las vestiduras unos y traten de buscar justificaciones los otros, la verdad es que las personas tienden a asociar a los países considerados no desarrollados como inferiores. El reconocido autor de temas de desarrollo, William Easterly, considera que las políticas de desarrollo y las teorías que las soportan están basadas en una concepción racista y ciertamente paternalista.

Aquéllos que viven en situación de pobreza han sido considerados como seres inferiores, incapaces. La derecha ha racionalizado esto desde posiciones racistas. La izquierda lo ha hecho culpando al “sistema” o a las “injusticias”, pero su visión no es muy diferente: considera a las personas que no tienen acceso a ciertos bienes y servicios como incapaces de decidir por ellos mismos, de ser responsables de sus vidas, o de actuar para mejorar su situación. Es decir, la izquierda les roba la dignidad; todo atributo de humanidad.

Nótese que, en el fondo, estas posturas se sostienen porque, así como hace Trump, es difícil para los seres humanos pensar en individuos y no en colectivos. Por ello, se culpa a la raza o al sistema por los resultados de ciertos individuos. Por ello, es tan angustiante pensar en términos de conceptos como el de orden espontáneo.

En realidad, muchas personas comparten la visión de Trump, incluso muchos de los indignados con sus supuestas declaraciones. Si no es así, ¿por qué los países tienen políticas migratorias que favorecen el ingreso de ciertas nacionalidades o de ciertas profesiones? En el mismo sentido, los países “expulsores” de migrantes debatieron por muchos años – y siguen haciéndolo – el concepto de fuga de cerebros.

De un lado, los países desarrollados consideran que solo algunas personas son dignas de vivir en sus países. Claramente, de este privilegio están excluidos los más pobres del mundo. No importa su nacionalidad, ocupación, etnia, etc. Los hacedores de la política migratoria (y los políticos…y los ciudadanos que justifican estas políticas) no ven personas, sino elementos que sirvan al país, al colectivo.

Del otro, los países no desarrollados solo se preocupan si quiénes se van son los que han estudiado y tienen características especiales. Sin profundizar en lo absurdo de esa noción de “fuga de cerebros”, de por sí estatista y colectivista, podría pensarse que, si se fueran los “pobres” los emigrantes, la cosa no sería tan grave.

No me refiero a otras sociedades, pero en Colombia, por ejemplo, la visión de Trump es la imperante. Los ciudadanos del común, sin importar su tendencia política o a lo que se dediquen, tienden a tener una visión del país como una pocilga. Claro está que usan otros términos (como platanal, por ejemplo). Pero además la visión que se tiene de países con mayores situaciones de pobreza es o de desprecio o del más molesto paternalismo.

Con esto no pretendo afirmar que, porque muchos piensen igual, se justifican las declaraciones de Trump. Lo que debe observarse es que este líder político es el reflejo y no la causa de fenómenos tan delicados en la forma como abordamos la comprensión de fenómenos puntuales.

Tal vez el efecto más indeseable del que haya sido el presidente de los Estados Unidos el emisor de esa caracterización es otra – también indeseable, perversa y peligrosa – manifestación del colectivismo: el nacionalismo. Algunos líderes de países africanos, aludidos por las opiniones del equivocado Trump, y hasta el presidente de El Salvador  han respondido en términos nacionalistas.

Un enfoque que rescate la noción del individuo y un reconocimiento de la importancia de las instituciones, como reglas del juego, en las posibilidades de superar la pobreza, según los intereses y deseos de cada cual, tendría que reemplazar al del colectivismo. No obstante, al parecer resulta más cómodo y fácil ver las cosas a través del segundo enfoque. Esto, al fin y al cabo, es lo que peligrosamente muestra Trump y los efectos que parecen estarse gestando en el mundo.

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