Casi de la noche a la mañana Donald Trump se convirtió en un actor central de las elecciones presidenciales de México, entrando a escena como solo él sabe hacerlo: embistiendo con medias verdades, francas mentiras, estridencias y contradicciones. Haciéndole así un gran daño al futuro de la relación bilateral y, probablemente, beneficiando en estas elecciones a los ignorantes, odiadores y vividores de la demagogia.

La relación con EE. UU. ha sido, desde hace mucho tiempo, un tema sobre el que existen pocas diferencias entre los actores políticos mexicanos. Por eso en al actual proceso electoral dicha relación había estado prácticamente ausente del debate político, aun cuando las relación bilateral ha vivido en entredicho desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, creando una creciente animadversión entre muchos mexicanos contra Trump, su retórica y sus políticas. López Obrador ya había intentado capitalizar esa animadversión, al inicio de su campaña a la Presidencia, y desde antes, sin resultados muy significativos.

En ese contexto, los tuits de Trump de hace unos días contra los inmigrantes, el TLCAN, los dreamers y, sobre todo, su anuncio de enviar a la Guardia Nacional (la fuerza de reserva de las Fuerzas Armadas) a la frontera con México para resguardarla (anuncio que cuenta con los antecedentes del envío de la Guardia a la frontera en 2006 con Bush y en 2009 con Obama, entonces sin mayores consecuencias ni protestas), fueron calificados por los políticos mexicanos, generalizadamente, como un “agravio inadmisible” contra el país, y les llevó a exigir al Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto “decisiones concretas” contra Trump, desde demandarle que termine con las amenazas, hasta dar por concluida toda cooperación con EE. UU. en materia de drogas, seguridad y migración.

La respuesta del Gobierno mexicano a las invectivas de Trump desde su toma de posesión, había sido firme y clara hasta ahora, sin engancharse en la retórica de la confrontación, solo defendiendo derechos y principios, y poniendo lo sustancial por ahora (la preservación del TLCAN) como el fin último.

En tal sentido, ¿era necesario que el propio Peña Nieto entrara a discutir con Trump en la forma de un “mensaje a la nación” tras los tuits y declaraciones de este? Ya habían planteado su postura los cuatro candidatos presidenciales, el Senado de la República y, por parte del propio Gobierno, el secretario de Relaciones Exteriores, otros funcionarios y, una hora antes que Peña Nieto, el de Gobernación, y su respuesta parecía sensata y equilibrada. Así, ¿por qué Peña Nieto decidió entrar a la discusión, en un mensaje meramente retórico?

Su mensaje fue solo un buen ejemplo de equilibrismo discursivo entre la firmeza y el apaciguamiento, pero que en términos reales no dijo ni propuso nada nuevo, ni tampoco fue un análisis mesurado del tema, siendo solo retórica para el aplauso fácil. Tengo para mí que Peña Nieto quizá consideró que un mensaje fuerte y sin precedentes de su parte podría, de alguna manera, ayudar a su candidato José Antonio Meade en las encuestas o, al menos, no dejaría libre todo el espacio de la demagogia a alguno de los candidatos presidenciales contrarios.

La tenaz repetición del mensaje de Peña Nieto en los medios de comunicación durante los últimos días (incluso en programas deportivos), la continuación de la misma estrategia discursiva en otros mensajes suyos posteriores (llamando a la “dignidad” y al “respeto”) y la elevación del propio Peña a la figura de “estadista” por muchísimos comentaristas, abonan a esta idea: no se trataría de una decisión con gran sentido de Estado, sino solo de un montaje electoral, una puesta en escena para incendiar emociones y movilizar a una mayoría predispuesta en contra del enemigo que es Trump.

Pero Peña Nieto y los candidatos presidenciales olvidan que el golpeteo y chantaje de Trump y su anuncio de “militarizar” la frontera (a pesar de que la Guardia Nacional opera hoy y ha operado allí por décadas), son una simple estrategia de este para congraciarse con la base política que lo llevó a la Casa Blanca, mirando hacia las elecciones legislativas de noviembre próximo, y compensar el no cumplir con su promesa de construir un muro “grande y hermoso” en la frontera sur, que México supuestamente pagaría. Promesa que Trump repitió día tras día, semana tras semana, en una ciudad tras otra de Estados Unidos. Frente a este incumplimiento tras casi 15 meses en el cargo y a los demasiados frentes abiertos por su gestión, Trump recurre a la táctica demagógica de fomentar el miedo y golpear al más débil, en este caso México, un país vecino, amigo, socio y aliado de EE. UU. Trump además olvida (o simplemente no le importan) los sólidos valores que trasgrede al usar al Ejército como un instrumento político y las dificultades prácticas que su anuncio aún debe sortear.

Donald Trump en realidad está en plena campaña para impedir que su partido pierda la mayoría en ambas cámaras, y para lograrlo golpea al chivo expiatorio que levanta el mayor número de pasiones antiinmigrantes y anticomercio entre sus simpatizantes. Por ello, las declaraciones más bien demagógicas de Peña Nieto y los cuatro candidatos presidenciales poco importan a Trump y a sus seguidores, en el mejor de los casos. En el peor, galvanizan a Trump, lo vigorizan frente a su base electoral y convierten un tema como la relación México-EE. UU. en un simple torneo de irresponsabilidades y desplantes.

Gracias al oportunismo político de Trump, de Peña Nieto y de los propios candidatos, la campaña presidencial en México podría estar dando un giro nacionalista, un giro sin resultados concretos ni útiles, excepto manipular emociones y capturar votos. Así, Trump terminaría unificando en su contra la retórica de Peña Nieto y los candidatos presidenciales, creando a futuro una relación distante y hasta de confrontación entre las dos naciones, ya que sería muy impopular para el próximo presidente mexicano (sea quien sea el que gane, aunque para unos más que para otros) tender la mano hacia Trump y su Gobierno, así como tratar de llegar a nuevos acuerdos. En tal sentido, es perfectamente posible prever una relación poco productiva con EE. UU. durante al menos los dos primeros años del venidero Gobierno mexicano y, si Trump se reelige hasta el 2024, en los seis años de duración de ese Gobierno: seis años envenenados en los que posiblemente se desandarían muchos de los avances de amistad, cooperación y complementariedad entre EE. UU. y México alcanzados en los últimos 25 años.

México sin duda perdería mucho entonces, pero con seguridad el escenario que se abra no será nada agradable para el Gobierno y la sociedad de EE. UU.

Fuente: Panampost