Todos los procesos sociales tienen un tiempo y un espacio que son necesarios para generar adaptación, por ejemplo, adaptarse a una nueva ley de tránsito implica un periodo de marcha blanca hasta que los ciudadanos adoptan la medida. Ya cumplido el plazo, la marcha blanca llega a su fin y se implementa la nueva ley con todas sus características, ya sin importar si alguien no captó la idea, pues todo tiene su plazo y los cambios deben tomar su rumbo.

Con los gobiernos y los cambios de mando, sin embargo, se ha generado la cultura de la larga espera, de la preparación exhaustiva, de la adaptación eterna, y es que las elecciones presidenciales ocurren en noviembre y si hay balotaje, este ocurre en diciembre, pero el cambio de mando apenas ocurre en marzo.

Los problemas que genera esta larga espera para asumir la presidencia son muchos, sobre todo si quien gana no es de la línea oficialista y estos últimos son de izquierda. Es casi una receta para la tormenta perfecta.

Luego de un duro golpe electoral, la izquierda, que aún no asume su derrota (y esto se acentúa por la larga espera antes de dejar el poder) se esfuerza por crear a última hora un escenario legislativo, social y económico de acuerdo con su ideología, pero atando al siguiente Gobierno contra la voluntad popular que lo ha elegido.

Estas últimas semanas el Gobierno socialista de Michelle Bachelet ha movido sus piezas de manera que se aseguren miles de empleos públicos innecesarios, pero inamovibles para el próximo Gobierno. La idea parece ser dejar la mayoría cantidad de ojos y oídos pagados con los impuestos de los contribuyentes, pero son puestos absolutamente prescindibles. Es como tener a 20 personas cambiando un foco de luz.

No es necesario explicar con detalle cómo esta irresponsable medida ideológica compromete el presupuesto nacional, pero no es la única fuente de sorpresas que podemos esperar del Gobierno saliente. A su concierto de desaciertos se suma querer legislar a última hora y con una gran carga ideológica sobre la Constitución, las pensiones y el matrimonio libre, entre otros.

En este último punto pareciera que encontramos una desesperada medida populista para ganar algo de la confianza evidentemente perdida y es que la naturaleza del socialismo, en su historia y en su filosofía, está en contra de la libertad del individuo, así lo demostraron seres como Ernesto Guevara, que fue un consumado asesino de homosexuales (en general los países socialistas han sido los más intolerantes con la diversidad). Un movimiento legislativo en pro de la libertad de unión entre dos individuos que consienten en hacerlo, sería una ley mal hecha, con apuro, sin comprender la realidad social y necesidad de elevar el Estado de derecho.

Si legislar al respecto es tan importante, ¿por qué no se hizo al comienzo del mandato? Quizás porque solo es un movimiento populista que no busca solucionar el problema de los derechos filiativos, protección del patrimonio conjunto ni defender la elección libre de dos adultos, sino, más bien, busca dejar una ley a medias que será un dolor de cabeza para el Gobierno entrante. Sin embargo, no es este el tema que el país manifiesta como su problema principal.

Llama la atención el apuro legislativo del Gobierno a portas de su salida, considerando los acontecimientos que ocupan a la nación en los últimos días. La quema de 22 camiones en el sur del país, los incendios que destruyen intencionalmente el trabajo de los agricultores de la Araucanía, el desorden institucional que parece orquestado desde la Moneda habiendo puesto en lugares estratégicos a los seres más incompetentes y pasivos del país, como el general Bruno Villalobos que parece estar empeñado en minar la confianza en la institución policial, como si fuera su misión de vida lograr que la ciudadanía desconfíe y rechace a carabineros. El daño causado a miles de uniformados honestos que cumplen fielmente con su deber, parece ser irreparable.

Mientras el país sufre una delincuencia desatada, una inmigración desordenada y descontrolada, una lucha interna entre instituciones clave, tenemos una presidenta que sin remordimiento toma vacaciones (de las cuales acaba de volver) y que no tiene asco en dejar un país acéfalo en medio del caos.

El ministro del interior, Mario Fernández, es invisible o inservible, cualquiera de los dos adjetivos calza con su gestión que no resuelve en absoluto los asuntos del país y en todo esto, mientras el caos legislativo, administrativo y social se desatan (sin contar las consecuencias económicas de tan soberbio descuido). Los ciudadanos deben esperar casi con una ansiedad impaciente que llegue el día 11 de marzo para poder salir de la pesadilla en la que están envueltos.

No sería mala idea reconsiderar los plazos de toma de poder. Ya no estamos en la época del registro manual, donde había que aprender a hacer todo mirando libros y libros de “legado”. En esta era digital, los avances tecnológicos nos permiten ponernos al día rápidamente y no es necesaria una transición tan larga que le dé el tiempo a un Gobierno caprichoso e irresponsable de destruir tras de sí todo lo que pueda, con esa mentalidad de “si no es mío no es de nadie”

Quizá con un Gobierno sensato, dicha transición no se sentiría como una eternidad, pero con un Gobierno inepto, egoísta, ideológicamente irracional, mezquino, infantil incluso e irresponsable, una espera tan larga es una sentencia para toda una nación.

No porque siempre se haya hecho “así” significa que deba seguir siendo “así”. Hay ciertos cambios que significan progreso, y acortar el periodo de transición es uno de ellos. Chile tiene la tecnología y la logística para lograrlo en una o dos semanas. Esperar más es un riesgo muy alto para la nación.

Fuente: Panampost