El economista peruano Hernando De Soto es conocido sobre todo por su libro El otro sendero: La revolución informal, obra que, publicada originalmente en 1986, introdujo una visión de la informalidad económica radicalmente distinta a la establecida.

Como escribió Mario Vargas Llosa en su prólogo:

Cuando se habla de la economía informal se piensa inmediatamente en un problema. Esos empresarios y vendedores clandestinos cuyas industrias y negocios no están registrados, no pagan impuestos y no se rigen por las leyes, reglamentos y pactos vigentes, ¿no son, acaso, competidores desleales de las empresas y tiendas que operan en la legalidad, pagando puntualmente sus impuestos? ¿Al evadir sus obligaciones tributarias, no privan al Estado de recursos necesarios para atender a las necesidades sociales y realizar urgentes obras de infraestructura?

Hernando de Soto sostiene que esa forma de encarar el asunto es totalmente errónea. Porque en países como el Perú el problema no es la economía informal sino el Estado. Aquella es, más bien, una respuesta popular espontánea y creativa ante la incapacidad estatal para satisfacer las aspiraciones más elementales de los pobres.

Tal fue el impacto de El otro sendero tras su publicación que prácticamente todos los gobiernos de Latinoamérica- y muchos en otras regiones,- se vieron obligados a admitir, así fuera tácitamente, que ellos mismos son la causa principal de la informalidad económica, cuya más común expresión son las legiones de vendedores ambulantes que, para sobrevivir, se toman diariamente las plazas y calles, los autobuses, las estaciones de transporte público y hasta las playas de nuestras ciudades.

El problema es la burocracia estatal

A raíz de la obra de de Soto, el Banco Mundial creó el escalafón Doing Business en el 2002 con el fin de medir “las regulaciones que aplican a las empresas pequeñas y medianas” en 190 países, y “promover la competencia entre las economías a través de regulaciones más eficientes”. En otras palabras, Doing Business les da a los países que frenan la innovación— generalmente países pobres,— una herramienta para aprender de aquellas naciones usualmente prósperas que más bien promueven y facilitan la creación de nuevas empresas.

Al mirar los últimos resultados de Doing Business, por ejemplo, uno encuentra que, en Nueva Zelanda, el país con mayor facilidad para hacer negocios en el mundo, registrar una empresa legal tarda menos de un día y se logra a través de un solo trámite digital, por un costo del 0.3% de los ingresos per capita del país. Por otro lado, en Colombia crear una empresa legalmente tarda como mínimo 9 días hábiles en teoría que en la práctica son al menos 17: tres para el registro en la Cámara de Comercio y con la DIAN (para obtener el Registro Único Tributario); cinco para el registro con una caja de compensación, con el SENA y el ICBF; seis para el registro en una EPS; uno para el registro de pensiones; uno para riesgos profesionales; uno para cesantías. Según el estudio, para no naufragar en esta sopa de letras burocrática es posible completar algunos trámites simultáneamente, pero en el caso del fondo de cesantías, por ejemplo, “el tiempo del registro puede variar según la entidad que escoja el empleado”.

En realidad, registrar una empresa en Colombia legalmente puede tardar meses y, según el Banco Mundial, el costo mínimo es del 7.5% de los ingresos per capita del país, una cifra 25 veces mayor a la de Nueva Zelanda, un país cuyo PIB per capita (USD $37.100) es casi tres veces superior al de Colombia (USD $14.100). En otras palabras, el tercermundista Estado colombiano, en vez de seguir el ejemplo de un país próspero como Nueva Zelanda y facilitar al máximo la creación de empresas, lo cual les permite a los pequeños emprendedores crear bienestar tanto para sí mismos como para sus empleados actuales y futuros, hace todo lo contrario.

Por medio de sus regulaciones excesivas y absurdas, los burócratas colombianos se aseguran de que sólo las clases adineradas, bien conectadas y con capacidad de pagar abogados, contadores y tramitadores tengan acceso a la formalidad. Y, como escribe Vargas Llosa,

cuando la legalidad es un privilegio al que sólo se accede mediante el poder económico y político, a las clases populares no les queda otra alternativa que la ilegalidad. Este es el origen del nacimiento de la economía informal, que Hernando de Soto documenta con pruebas incontrovertibles.

Hay informalidad cuando los pobres no tienen derechos de propiedad

Cuando hablo con de Soto tras su presentación en la conferencia de Conservatives International en la Florida, me explica que la causa principal de la informalidad es, en últimas, la carencia del derecho a la propiedad privada para los más pobres.

“Con propiedad privada”, declara de Soto, “en el fondo se quiere decir propiedad de la forma como lo escojan las personas que poseen el objeto, la idea, la empresa… Pero por supuesto la mayor parte anda hacia” la propiedad física y empresarial.

Una empresa informal, al no ser protegida por la ley, ni tener acceso a créditos dentro del sistema financiero, ni contar con títulos legales para sus activos (algo que de por sí incrementa su valor en el mercado), por necesidad se convierte en lo que de Soto ha llamado un “capital muerto”. El capital informal es difunto porque, al no poderse vender ni comprar ni usar como inversión con facilidad, su potencial real es mínimo o nulo. Lo mismo aplica, por ejemplo, a una vivienda informal que, entre otras cosas, no se puede hipotecar.

Menciono que, según cifras oficiales, cerca de la mitad (47%)  de los empleos en las 13 principales ciudades de Colombia son informales. De Soto explica que si un país no puede cumplir el derecho básico a la propiedad de 50% de la población, hay dos posibilidades:

o el 50% de los colombianos son mala gente, 50% de los peruanos son realmente unos gaznápiros y la ley es perfecta, y pues que aprendan porque es un problema de educación. O llegamos a la conclusión más bien que la ley es mala y no adaptada hasta ahora a la realidad de los más pequeños, y eso tiene que ver con el sistema político.

El gran problema de la política latinoamericana, afirma de Soto, es que

nuestras élites de alguna forma no se enteran de lo difícil que es ser legal en nuestros países… El problema es la cantidad de tiempo que puede tomar (obtener la legalidad). La cantidad de influencia política que puede necesitarse para cortar caminos. Y el hecho que nuestros países, al margen de lo que haga cualquier ministerio en particular, producen un montón de reglamentos cuyo costo-beneficio no está visto.

Los ministerios son unos silos que causan problemas

De Soto argumenta que, en vez de tener una defensa amplia y generalizada de los derechos de propiedad, los países latinoamericanos adjudican asuntos que no les competen a ministerios del medio ambiente o de minas y energías, por ejemplo para determinar quién es el dueño de un yacimiento de petróleo. Los gobiernos también delegan asuntos de propiedad a ministerios de relaciones internacionales, por ejemplo si una empresa extranjera opera en un país bajo las reglas de un tratado de libre comercio. En ciertos casos,

donde no hemos titulado el agro, en base a un acuerdo bilateral con Estados Unidos u otros países desarrollados, la verdadera titulación se ha producido afuera, en los Estados Unidos, cuando han tenido que levantarse financiamiento para el yacimiento, y es el Overseas Private Investment Corporation que los titula.

Entonces hasta que no haya un liderazgo que comience a decir ‘oye, si queremos que verdaderamente todos los colombianos o peruanos estemos en pie de igualdad, comencemos a darnos cuenta que los ministerios son como silos que nos han partido un problema general en distintas partes’.

Entonces no es solamente tener un ministro de Energía y Minas que es iluminado o un ministro de Agricultura que lo ve todo, sino sencillamente un presidente que se dé cuenta que es un jefe de orquesta, y que la separación de los pianos de los banjos no tiene mucho sentido.

El próximo reto es la informalidad rural

En 1986, El otro sendero describió un experimento que lideró de Soto a través del Instituto Libertad y Democracia para legalizar un pequeño taller en Lima. Los investigadores debieron someterse a un proceso que tardó 289 días y que tuvo un costo de USD $1.231 (32 veces el salario mínimo de la época), incluyendo dos sobornos sin los cuales las autoridades competentes hubieran paralizado permanentemente el trámite. Claramente, la legalidad económica en Perú estaba reservada para los privilegiados.

Aunque hoy en día crear un negocio en Perú tarda aún más que en Colombia según Doing Business, de Soto piensa que “en la parte urbana del país la idea de la propiedad privada está instalada”. Su instituto, de hecho, ha ayudado a titular la mitad de las propiedades en las ciudades peruanas. En el campo, sin embargo, la discusión ha surgido recientemente.

El tema que se ha adelantado en los últimos diez años es la propiedad en el sector rural, donde se hablaba siempre de respetar las viejas costumbres, las comunidades indígenas de los Andes y las comunidades selváticas y amazónicas.

Y el tema no se tocaba porque si bien en la parte andina hay 10 millones de personas en 7.500 comunidades (indígenas), en la parte selvática un millón quizá (no sabemos directamente), nadie quería meterse con las costumbres peruanas, (sobre todo) con 18 sociólogos activos que no quieren que se toque el paraíso que es eso.

Y ahora se ha descubierto petróleo. Se han descubierto minerales y hasta uranio. Y se ve claramente que la selva va a entrar dentro del aparato macroeconómico. Y en función a eso entonces ya ha venido el problema de la propiedad. Y se encuentra que las comunidades no están preparadas para entrar a una economía de mercado si son las comunidades o las tribus que tienen que tomar las decisiones.

FUENTE: PAN AM