Un amigo uruguayo, periodista, que ha pasado casi toda su vida en Venezuela, y volvió recientemente desde su país natal para cubrir las protestas en su patria de adopción (o sea esta), me contaba que de los muchos cambios que notaba entre las manifestaciones de 2017 y las de 2014, había “uno sustancial”: A las protestas de hace tres años “les faltaba malandraje”.

El término, que de entrada suena despectivo, era dicho, sin embargo, como un elogio hacia la oposición actual, en la visión de este corresponsal, quien además es mucho más venezolano que extranjero: quería decir que la oposición de 2017 es más aguerrida, más popular (perteneciente a las clases populares, se entiende), y, por supuesto, mucho más dispuesta a enfrentarse a las fuerzas del chavismo que la de hace tres años.

Lo otro –evidente-, que notaba este amigo, era la dimensión de la protesta, que pasó de unos pocos rincones de clase media en 2014 a extenderse por sitios tan disímiles como San Fernando de Apure, El Guarataro o Barinitas, hoy.

En los últimos días, y especialmente por lo ocurrido en la marcha del sábado, por la libertad de expresión, en la que fue quemado un camión en la Francisco Fajardo, la principal autopista de Caracas, es una crítica, desde lo interno de la oposición, a lo que está sucediendo en los alrededores de la Plaza Francia de Altamira.

La plaza tiene un largo historial de epicentro de lucha contra el chavismo, que se remonta a comienzos de 2002, incluso antes de que un grupo de militares hicieran de ella su base de manifestaciones contra Hugo Chávez. Hoy está ocupada por jóvenes, los mismos que se hacen llamar “la resistencia”; muchos de ellos son los que, como decimos en Venezuela, “frentean” (o como decía Daniel Radío, el diputado uruguayo, “encaran”) contra la Guardia Nacional en las protestas.

También los llaman “escuderos”, por sus improvisados escudos de plástico, latón o madera, grafiteados con consignas contra el régimen de Maduro, tricolores de Venezuela o Cruces de Santiago. Se podría hasta decir que algunos de ellos no habían nacido cuando Joao de Gouveia accionó su pistola automática, mató a seis personas e hirió a 20 más, en otro momento de crisis histórica que ya pocos recuerdan hoy.

Quien haya tenido la oportunidad de conversar con ellos, de pasar un rato en la plaza, entenderá lo que digo. Son estos los verdaderos hijos de la revolución bolivariana: muchachos que han crecido sin ninguna oportunidad, ni siquiera la de irse del país. Están hartos y desocupados. No responden, por supuesto, al fenotipo que el chavismo quiere endilgarle a la oposición (blanca y por ello “extranjera”, de clase media alta): son mayormente morenos, de extracción popular, “de barrio”, como suele decirse en Venezuela, de varias zonas de la ciudad. A ellos se unen, a la hora de “frentear”, muchachos de las universidades, y otros jóvenes.

Cuando los cuatro semáforos de la Plaza Altamira se ponen en rojo, aprovechan para dar sus consignas: “Venezolano, nos están matando. Esto es una guerra civil (da escalofríos la ligereza y la frecuencia con la que esto se dice en Venezuela en los últimos días). Únete a la lucha. No seas indiferente”. Visualmente resultan inquietantes: Jóvenes encapuchados, con pasamontañas. Muestran con orgullo vendajes, algunos yesos, unos cuantos moretones o quemaduras.

Es una imagen de guerrilla urbana. Como la de los “colectivos”, en el oeste de Caracas. Pero aquellos tienen armas largas y las exhiben sin pudor; estos muchachos, en cambio, solo poseen además de sus escudos, algunas máscaras antigás (muchas de fumigación), cascos, mayoritariamente de motocicleta, y guantes de carnaza, con los que recogen las lacrimógenas que lanzan las fuerzas represoras de Nicolás Maduro, y las devuelven.

Naturalmente, cuando cambian los semáforos, también aprovechan para pedir donativos, y es sorprendente la cantidad de gente que se los da o se los lleva (en abundancia): dinero, comida, ropa… Hay algunos, se comenta, que están allí para asegurarse al menos una comida al día en el sombrío panorama alimentario que vive Venezuela. Incluso, algunos niños de la calle.

Hay una parte de la oposición que no está contenta con esto. Algunos han comprado el discurso del Gobierno de que estos jóvenes están “financiados desde Miami”. Otros afirman que entre ellos hay jóvenes que amenazan a quienes no les dan dinero, o los roban. Otros señalan que la lucha “se pierde con la violencia”, sobre todo desde la quema de los camiones. Ciertamente, el sábado salieron a “frentear” sin que nadie se los pidiera o hubiera por qué. Esto es algo para reflexionar y preguntarse (probablemente, mejor, incluso, preguntarles) por qué lo hacen.

Y en estos puntos me voy a centrar. Quienes los critican porque la lucha “violenta” pierde legitimidad, dicen que esta lleva agua para el molino del Gobierno. Incluso dicen que buena parte de esos jóvenes han sido infiltrados desde el propio chavismo para desprestigiar el movimiento opositor.

Citan a Gandhi  y a Mandela, sin darse cuenta de que este último solo renunció a la lucha armada cuando fue presidente de Suráfrica. Y sobre Gandhi, no mencionar su paciencia india: 30 años duró su pelea con el imperialismo inglés.

Por supuesto, en la Venezuela actual es muy difícil quebrar lanzas a favor de nadie, y menos luego de tantas triquiñuelas del chavismo. Es posible que en un grupo de jóvenes idealistas se hayan coleado los que roban, o que tienen gusto por la violencia (debe recordarse que una persona fue incendiada en el sur de la plaza por supuestamente estar “infiltrado”).  A lo mejor es verdad que son agentes del chavismo, aunque cuesta muchísimo creerlo.

De pasear con la plaza y hablar con ellos queda una sensación extraña. Hay mucho espíritu de tribu, demasiada (obvio) desconfianza hacia los extraños, mucha (también justificadísima) paranoia. Pero pretender que a un Gobierno como el de Maduro, que le ha lanzado lacrimógenas, perdigones, tiros y chorros de agua, entre otros, a ancianos, mujeres y médicos, se le puede enfrentar a puro pacifismo, “no es tan buena como parece”, dirían los japoneses, significando esto que es sencillamente ridícula.

Quien haya tenido la oportunidad de conversar con ellos, de pasar un rato en la plaza, entenderá lo que digo. Son estos los verdaderos hijos de la revolución bolivariana: muchachos que han crecido sin ninguna oportunidad, ni siquiera la de irse del país. Están hartos y desocupados. No responden, por supuesto, al fenotipo que el chavismo quiere endilgarle a la oposición (blanca y por ello “extranjera”, de clase media alta): son mayormente morenos, de extracción popular, “de barrio”, como suele decirse en Venezuela, de varias zonas de la ciudad. A ellos se unen, a la hora de “frentear”, muchachos de las universidades, y otros jóvenes.

Cuando los cuatro semáforos de la Plaza Altamira se ponen en rojo, aprovechan para dar sus consignas: “Venezolano, nos están matando. Esto es una guerra civil (da escalofríos la ligereza y la frecuencia con la que esto se dice en Venezuela en los últimos días). Únete a la lucha. No seas indiferente”. Visualmente resultan inquietantes: Jóvenes encapuchados, con pasamontañas. Muestran con orgullo vendajes, algunos yesos, unos cuantos moretones o quemaduras.

Es una imagen de guerrilla urbana. Como la de los “colectivos”, en el oeste de Caracas. Pero aquellos tienen armas largas y las exhiben sin pudor; estos muchachos, en cambio, solo poseen además de sus escudos, algunas máscaras antigás (muchas de fumigación), cascos, mayoritariamente de motocicleta, y guantes de carnaza, con los que recogen las lacrimógenas que lanzan las fuerzas represoras de Nicolás Maduro, y las devuelven.

Naturalmente, cuando cambian los semáforos, también aprovechan para pedir donativos, y es sorprendente la cantidad de gente que se los da o se los lleva (en abundancia): dinero, comida, ropa… Hay algunos, se comenta, que están allí para asegurarse al menos una comida al día en el sombrío panorama alimentario que vive Venezuela. Incluso, algunos niños de la calle.

Hay una parte de la oposición que no está contenta con esto. Algunos han comprado el discurso del Gobierno de que estos jóvenes están “financiados desde Miami”. Otros afirman que entre ellos hay jóvenes que amenazan a quienes no les dan dinero, o los roban. Otros señalan que la lucha “se pierde con la violencia”, sobre todo desde la quema de los camiones. Ciertamente, el sábado salieron a “frentear” sin que nadie se los pidiera o hubiera por qué. Esto es algo para reflexionar y preguntarse (probablemente, mejor, incluso, preguntarles) por qué lo hacen.

Y en estos puntos me voy a centrar. Quienes los critican porque la lucha “violenta” pierde legitimidad, dicen que esta lleva agua para el molino del Gobierno. Incluso dicen que buena parte de esos jóvenes han sido infiltrados desde el propio chavismo para desprestigiar el movimiento opositor.

Citan a Gandhi  y a Mandela, sin darse cuenta de que este último solo renunció a la lucha armada cuando fue presidente de Suráfrica. Y sobre Gandhi, no mencionar su paciencia india: 30 años duró su pelea con el imperialismo inglés.

Por supuesto, en la Venezuela actual es muy difícil quebrar lanzas a favor de nadie, y menos luego de tantas triquiñuelas del chavismo. Es posible que en un grupo de jóvenes idealistas se hayan coleado los que roban, o que tienen gusto por la violencia (debe recordarse que una persona fue incendiada en el sur de la plaza por supuestamente estar “infiltrado”).  A lo mejor es verdad que son agentes del chavismo, aunque cuesta muchísimo creerlo.

De pasear con la plaza y hablar con ellos queda una sensación extraña. Hay mucho espíritu de tribu, demasiada (obvio) desconfianza hacia los extraños, mucha (también justificadísima) paranoia. Pero pretender que a un Gobierno como el de Maduro, que le ha lanzado lacrimógenas, perdigones, tiros y chorros de agua, entre otros, a ancianos, mujeres y médicos, se le puede enfrentar a puro pacifismo, “no es tan buena como parece”, dirían los japoneses, significando esto que es sencillamente ridícula.

FUENTE: PAN AM