Durante mucho tiempo escuché a toda clase de personas advertir que, si la economíade Venezuela seguía empeorando, la gente se iba a rebelar espontáneamente y acabaría por derribar al gobierno. “Van a bajar los cerros”, se decía ominosamente, aludiendo a que las personas más pobres, en Caracas, viven en lo que se llaman “los cerros”, zonas de deterioro urbano. Pero nada parecido ha sucedido y la dictadura socialista de Maduro sigue allí, incólume, desafiando toda crítica y todos esos pronósticos.

Chávez introdujo precios máximos para los productos de primera necesidad e impuso severos controles a los intercambios en moneda extranjeras en 2003, rompiendo así, inicialmente, los equilibrios básicos del mercado. A medida que los precios oficiales se fueron distanciando de los que hubieran resultado de un intercambio libre, algunos artículos comenzaron a escasear. Los dólares, manejados por el estado, empezaron a no resultar suficientes por el dispendioso manejo de las finanzas públicas y, mucho más aún, cuando los precios del petróleo terminaron su ascenso y entraron en una curva descendente. El gobierno asumió la tarea de importar y distribuir artículos de primera necesidad, mostrando una enorme ineficiencia, mientras muchos productos se importaban fuera de los canales oficiales.

Como los dólares escaseaban cada vez más, pero el gobierno emitía bolívares a discreción, se produjeron dos fenómenos que siempre ocurren en circunstancias semejantes: el dólar que se transaba libremente se fue haciendo más caro, alejándose del precio oficial, mientras que los productos no regulados comenzaron una espiral inflacionaria cada vez más intensa.

Todas estas medidas llevaron a precios cada vez más altos y a un desabastecimiento muy pronunciado, mientras el gobierno repartía productos subsidiados a la gente. Pero no a toda la gente: solo a sus partidarios, pues exigió que los beneficiarios de las mercaderías subsidiadas obtuvieran el llamado “carnet de la patria” y mostraran su lealtad de muchas maneras diferentes al presidente Nicolás Maduro, que ocupó ese cargo luego de la muerte de Chávez.

Hoy la inmensa mayoría de los venezolanos viven en la pobreza y, para ellos, la situación es realmente desesperada. No pueden comprar los productos no regulados, porque una hiperinflación del 13,000% los pone fuera de su alcance, ni reciben oportunamente lo poco que les ofrece el gobierno. El hambre se ha extendido al punto de que mueren diariamente muchas personas, sobre todo niños y enfermos, y la población en promedio ha perdido más de 10 kilos de peso corporal.

La gente ha salido a manifestar durante varios meses del año pasado y se han registrado tumultos y saqueos, pero el gobierno, imperturbable, sigue allí. En una democracia más o menos normal, aun cuando sea muy imperfecta, el presidente hubiera tenido que renunciar: no hubiese soportado las críticas, o el congreso lo hubiera destituido o –en fin- se hubiese encontrado alguna salida: un gobierno que lleva al hambre y la miseria generalizados no puede subsistir por mucho tiempo. Pero en Venezuela no. Muy diferentes son las cosas en el socialismo.

En el socialismo el hambre del pueblo es un recurso político que usan los gobernantes para que la población permanezca sometida. Los ciudadanos están inconformes, desean que acabe la terrible situación que soportan, pero no tienen medio alguno para cambiarla. No solo porque el estado reprime sin piedad cualquier intento de cambio sino porque además tienen que pasar buena parte del día haciendo colas, buscando qué comer y haciendo todo lo que el gobierno les diga para poder sobrevivir. Una población hambreada, que no encuentra el modo de alimentar a sus hijos, no está en condiciones de emprender una lucha política contra quienes, precisamente, la han llevado a tal estado.

Por eso ha sobrevivido la larga dictadura de los hermanos Castro en Cuba, por eso en Corea del Norte y, antes, en la Unión Soviética, los comunistas han podido sostenerse varias décadas en el poder. Porque la combinación entre hambre y represión es sumamente eficaz para someter a los pueblos y permitir que una pequeña fracción de la población goce de todos los privilegios mientras la mayoría sobrevive en precarias condiciones.

La dictadura socialista de Nicolás Maduro, como lo hemos dicho muchas veces, no acabará porque la gente salga a protestar ni por medio de unas elecciones que el régimen siempre controlará. Solo la fuerza, de un modo u otro, podrá terminar con ese estigma que hoy avergüenza a nuestro continente.

Fuente: Panampost