Una expresión de indignación en contra de —o un error cometido por— una empresa privada es una oportunidad de oro para los críticos de la libertad económica.
Más si es un defensor de ésta el que hace la crítica o señala el error: ahí no faltan los comentarios del tipo “¿pero no le gustaba tanto el mercado?” “¿No que los privados no cometen errores?”. (Nótese que los críticos suelen usar de manera indistinta términos como mercado, privados y libre comercio. Aquí no voy a entrar en las distinciones).
Hay que reconocer que, en gran medida, ese tipo de ataques —muchas veces amables, por parte de nuestros amigos o colegas no liberales— se debe a errores que hemos tenido en la transmisión y explicación de lo que el pensamiento liberal significa.
Esto puede reflejar, ya sea la falta de comprensión de lo que defendemos, ya sea la dificultad para explicar lo que en la mayoría de casos son una serie de ideas cuya coherencia lógica no solo es difícil de seguir, sino que resulta contra-intuitiva.
Lo primero que habría que señalar es que la libertad económica defiende la iniciativa individual en general y no iniciativas específicas. Defiende la libre empresa y no a ciertas empresas.
Esto hace que sea perfectamente compatible considerar que las empresas deben ser privadas y criticar cuando alguna se equivoca, no comprar en otra o quejarse por la falta de calidad de alguna adicional.
En el mismo sentido, si existe algo relevante del pensamiento liberal es que se reconoce la importancia del individuo, pero sin magnificarlo.
Los individuos somos falibles, nos equivocamos, cometemos errores, tenemos emociones que nos llevan a actuar de ciertas maneras, es difícil que seamos virtuosos, no lo sabemos todo, tenemos limitaciones en nuestra capacidad de comprender el mundo, etc., etc., etc.
Además, el liberalismo considera que todos los individuos tenemos esas mismas características: no cree que, según la función que desempeñe cada individuo en la sociedad, ellas cambian.Por ello, sabemos y aceptamos que los “privados” se equivocan: las empresas, por lo tanto, cometen errores.
Pero también se equivocan los funcionarios. Esta es la causa que nos lleva a no entender por qué, ante cualquier error de un “privado”, los críticos se apresuran a plantear como solución absoluta la intervención estatal.
En este punto, la misma pregunta se la pueden hacer nuestros contrarios. ¿Será que los defensores de la libertad también nos apresuramos? ¿Será que, como hubiera planteado el filósofo Karl Popper, ellos no tienen la razón, pero tampoco nosotros?
En últimas, ¿puede construirse el caso para justificar que, como regla general, la iniciativa privada es superior a la estatal y, por lo tanto, ésta debe demostrarse en casos específicos y no al contrario?
Estoy convencido de que es así. La iniciativa privada es superior a la estatal por varias razones. Esto hace que sea la intervención del Estado la que requiera justificación.
Primero está la cuestión de los incentivos. De manera general, una empresa estatal no tiene incentivos para mejorar en productividad, calidad, precios o servicio posventa. Es más, no los tiene para ser rentable. Todo lo contrario, sucede con las empresas privadas.
Debe observarse, sin embargo, que esto depende, principalmente de la variable competencia. Entre menor sea la competencia, mayores son las oportunidades para que las empresas o consideren que tienen un mercado cautivo o que adelanten prácticas monopolísticas.
Esto último lleva a pensar que, en consecuencia, lo importante es el contexto en el cual actúan las compañías, más que su propiedad. Esto puede ser cierto: muchas veces, empresas privadas se comportan como estatales porque son protegidas de la competencia, por ejemplo.
Pero, incluso en este caso, los incentivos son diferentes: la empresa privada que, supongamos, tiene una licencia para ejercer una función específica debe cumplir ciertas metas. De lo contrario, lo más seguro es que no le renueven la licencia o el contrato.
Las empresas estatales siempre tendrán una justificación para seguir existiendo: la mejor de todas es que incumplan su labor.
Además de los incentivos, está el tema de los errores cometidos. Todos somos humanos. Todos cometemos errores. Por lo tanto, todas las empresas, sin importar su propiedad, también los cometen.
No obstante, una empresa privada no puede afectar de manera grave a más personas que sus propios clientes, mientras que una estatal, actuando, como casi siempre, como monopolio, afecta a toda la sociedad.
Una tercera razón tiene que ver con los criterios de definición. Seguramente los críticos de la libertad económica no creen que el Estado deba producir la alimentación, el vestuario, los automóviles, las joyas, el cine, la literatura, los celulares, los televisores, las camas y un largo etc.
La mayoría de veces, se considera que el Estado debe asumir la producción —o provisión— de los bienes que se consideran públicos. El problema acá es que la mayoría de los que se incluyen dentro de esta categoría no lo son: la educación, la salud, la vivienda, la recolección de basuras.
Estos son bienes rivales y excluyentes. Por lo tanto, son bienes privados, no públicos. Este hecho hace que, por ejemplo, empresas privadas educativas sean las preferidas por los padres de familia para que sus hijos aprendan idiomas o refuercen áreas como la matemática. Sucede en Colombia. Sucede en Corea.
Así las cosas, ¿dónde se establece lo que debe producir el Estado y lo que no? La cosa está más o menos clara en relación con la justicia y la seguridad, pero de resto, todo es confusión.
Por último, siempre vendrá el “contra-argumento”: pero hay una empresa estatal que presta muy bien los servicios. Es de altísima calidad. Bueno, en este caso, primero habría que señalar que se conoce lo que hace esa empresa, pero no lo que hubiera podido surgir de la iniciativa privada.
Por otro lado, tendría que señalarse que siempre existirán casos, pero eso no lleva a que se puedan generalizar. Tienen que tenerse en cuenta las condiciones específicas y los contextos puntuales.
Así las cosas, tenemos evidencia y teoría para presentan un caso convincente (acá esbozado de manera muy superficial) para afirmar que, en efecto, las empresas privadas son superiores a cualquier empresa estatal.
Queda para los críticos mostrarnos sus pruebas empíricas (consistentes, sistemáticas, no anecdóticas) y teóricas para pensar lo contrario. No está de más señalar que plantear la discusión con un “es que el Estado debería” no es prueba de nada, sino del deber ser de quién así piensa.
Ojalá nos la presentan para debatirla y señalar sus fortalezas y debilidades. Ojalá las críticas no se queden, como siempre, en aprovechar casos puntuales, en particular de los defensores de la libertad, para oscurecer la cuestión de fondo y hacer pasar como válida la que hasta ahora es una mera premisa bienintencionada.
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