El Sapiens se siente atraído por la noción de ir más allá de sí mismo, por comprender el mundo que lo rodea y por especular también acerca de lo invisible, de lo intangible, de lo abstracto.
Es por eso que a lo largo de nuestra corta historia (cuya mayor parte la hemos vivido en tanto cazadores – recolectores) hemos elaborado todo tipo de conceptos, creencias y valores que no están condicionados por el mundo observable, a ninguna escala.
A veces cuesta darnos cuenta de que mucho de lo que creemos “real” no es más que un imaginario asimilado por todos los miembros de la sociedad. Un claro ejemplo de ello es el dinero. Esos billetes que tanto ansiamos luego de un mes de trabajo no tienen ningún valor objetivo: no hay metales ni piedras preciosas incrustados en ellos. Son, literalmente, un pedazo de papel al que colectivamente aceptamos – por practicidad, sí, pero también porque no tuvimos opción.
Algo similar – aunque nos sacuda y conmueva – sucede con los derechos. Los derechos que ostentamos, disfrutamos y por los cuales nuestros antepasados tanto lucharon, distan de ser algo material. Si vamos a un médico, éste jamás nos dirá “¿ha notado alguna inflamación en su derecho a la educación?” o “su derecho a la libertad está detrás de su riñón izquierdo, ¿le molesta cuando presiono?”.
Nadie en un laboratorio podría encontrar nuestros derechos en nuestra sangre, orina, material fecal; no sería así tampoco haciendo uso de un tomógrafo o un radiógrafo. Sin embargo, si hoy (afortunadamente) todos y cada uno de nosotros somos sujetos de derecho, es porque acordamos su existencia.
Es por esta razón que abundan experimentos de laboratorio en los que se pretende descubrir que ciertos valores son intrínsecos a nuestra existencia, a nuestra humanidad (o condición de mamíferos, simios, etcétera).
Uno de los estudios más famosos al respecto fue llevado a cabo por Sarah Brosnan y Frans B.M. de Waal en un experimento titulado “Los monos rechazan el pago desigual”. Durante el mismo, dos monos capuchinos (en jaulas transparentes y colindantes) son entrenados a canjear una pequeña piedra por un trozo de pepino. Un día, sin embargo, la investigadora ofrece a uno de los monos una uva por su piedra, y al otro, el pepino de todos los días. Este último, arroja su recompensa hacia la científica y exige una y otra vez una uva como la que su compañero recibió.
Los seguidores de Piketty no demoraron en celebrar este estudio. En una proyección que resulta, al menos, apresurada, llegaron a todo tipo de conclusiones: “somos instintivamente justos ”, “la igualdad nos es intrínseca”, o, como el título del experimento lo indica (sesga) “los monos rechazan el pago desigual”. No obstante, este tipo de comportamiento simplemente podría reflejar que, ante dos o más opciones, preferiremos aquella que se acomode a los caprichos de nuestro paladar.
Uno de los motivos por lo que las interpretaciones que se desprendieron de “Los monos rechazan el pago desigual” son dudosos es porque otro estudio indicaría exactamente lo opuesto.
“Why people prefer unequal societies” (“Por qué la gente prefiere las sociedades desiguales”) es una investigación llevada a cabo por Christina Starmans, Mark Sheskin y Paul Bloom en 2017 y publicada en la prestigiosa revista científica “Nature Human Behaviour” y que sugiere que las personas creemos que la distribución deben obedecer a algún tipo de merecimiento o virtud.
El estudio, realizado esta vez con seres humanos, insinuó que las personas estamos más dispuestas a compartir nuestras ganancias o posesiones con quien alguna vez fue exitoso que con quien nunca lo fue. Este fenómeno es absolutamente explicable desde un punto de vista antropológico: habiendo sido cazadores – recolectores, es preferible compartir nuestros excedentes con un buen cazador que está atravesando una “mala racha” a que hacerlo con alguien que no tiene nada para aportar al grupo.
En las anotaciones se constata asimismo que “la gente prefiere la justicia sobre la igualdad” y que “esta preferencia se extiende a la hora de recompensar individuos”. Durante otra modalidad del mismo experimento, se observó que los niños comparten más con quienes más cooperan con la dinámica del grupo.
¿Podemos concluir que la distribución universal e incondicional es ajena a nuestra naturaleza? Probablemente, aunque tal conclusión es arriesgada y prematura. Eso sí: la evidencia nos lleva en esa dirección. Y es hora de que Piketty se entere.
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