Empiezo esta columna con algunas simples preguntas: ¿Quieres, en un futuro cercano, estar en los zapatos de los actuales jubilados? ¿Quieres hacer largas colas para cobrar sólo una porción de los aportes que el Estado te obligó a realizar durante toda tu vida laboral “por tu propio bien”? ¿Quieres que tu futuro y tus ahorros estén en manos del burócrata de turno?

Si la respuesta es no, entonces es hora de analizar cómo funciona el actual sistema previsional argentino y comprender por qué de seguir por este camino, nuestro futuro será aún más gris que el de los jubilados actuales.

En Argentina, como en varias partes del mundo, se implementa el sistema previsional de reparto. Este es un sistema en el que el Estado obliga tanto a los empleados como a sus empleadores en actividad, a realizar aportes mensuales para sustentar a los actuales jubilados, con la promesa de que en el futuro, cuando estos empleados puedan jubilarse, habrá nuevos empleados y empleadores en actividad que pagarán por su jubilación. Una “cadena de favores” que hace mucho tiempo no deja a nadie satisfecho y deja a muchos decepcionados y furiosos.

El sistema de reparto fue diseñado por Otto Von Bismarck en el siglo XIX con el fin de ofrecer al gobierno alemán mayor poder sobre la vida de las personas y garantizarle “una caja de dulces” al hambriento Estado. La estrategia fue brillante: se estableció que la edad jubilatoria sería de 70 años en una época en que la expectativa de vida era inferior a los 40 años.  Así, la gente en actividad pagaba sus aportes, pero morían antes de cobrarlos, dejando al Estado con una fuente de recursos para gastar a piacere.  El sistema se convirtió en un negocio perfecto para el Estado y una gran estafa hacia el contribuyente.

Sin embargo, aquellos países que adoptaron el sistema alemán y decidieron continuar implementándolo, no comprendieron que pronto la cuenta dejaría de cerrar. La expectativa de vida en el último siglo aumentó notablemente, llevando a la gente a vivir 80 años en promedio, mientras que la cantidad de nacimientos fue disminuyendo. Argentina no fue la excepción a la regla. Esto ha cambiado dramáticamente la relación entre aportantes y jubilados, y ha generado la ruina del sistema de reparto.

Sin embargo, aún con las cuentas en rojo y una caja de dulces convertida en una fuente de dolores de cabeza, el actual gobierno sólo se anima a intentar minúsculos cambios, y algunos de los principales damnificados por el sistema de reparto, comienzan a cuestionarse si no sería mejor volver a intentar con el sistema de capitalización que se implementó en la década del 90.

El sistema de capitalización implementado en Argentina permitió a la gente aportar un porcentaje de sus ingresos directamente a una cuenta individual de su propiedad, administrada por determinadas empresas aprobadas por el Estado, las cuales podían hacer inversiones también determinadas y reguladas por ley.  En definitiva, las personas ahora aportaban para sí mismas, pero continuaban siendo obligadas a aportar, y el Estado continuaba definiendo cuáles eran sus opciones. El fin del sistema de capitalización terminó en 2008 cuando el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner se tentó con la caja de dulces y decidió confiscar las cuentas privadas de todos los aportantes. Nuevamente “por el bien de la gente”.

Entonces, después de esta experiencia, ¿por qué alguien confiaría en un sistema en el que el gobierno mantiene el poder de confiscar todo cuando lo considera necesario? ¿Por qué seguimos dando vueltas sobre una falsa dicotomía en la que el Estado, tanto en un sistema como en el otro, mantiene el poder de decidir cómo debemos ahorrar y prever nuestro futuro, cuando la historia nos viene alertando que terminaremos semidesnudos?

Si algún burócrata intentara forzarnos a criar a nuestros hijos o a alimentarnos como él lo considerara apropiado, seguramente lo enviaríamos al diablo. Sin embargo, aceptamos que nos diga que no somos lo suficientemente responsables o inteligentes como para prever nuestro futuro mientras, graciosamente, nos dice que sí estamos capacitados para votarlo.

No podemos negar que hay adultos con vicios y adicciones, pero nadie deduciría de ese hecho que el Estado debería prohibir beber o fumar a toda la población. De la misma manera, el hecho de que algunos adultos no sean suficientemente perspicaces o previsores no otorga al Estado el derecho de obligar a todos los ciudadanos a ahorrar dinero para su futuro. Mucho menos le da la autoridad de definir cómo y dónde hacerlo.

Finalmente, si pretendemos ser parte de un país formado por adultos responsables, esto no se logrará aceptando que el Estado haga por nosotros lo que nosotros podemos y debemos hacer por nosotros mismos. El evidente fracaso del sistema de jubilación podría tomarse como una buena oportunidad para que todos los argentinos comencemos a exigir que nos devuelvan el derecho a elegir el destino del fruto de nuestro esfuerzo y a cobrar, en el futuro cercano, el resultado de nuestras propias decisiones.

PANAMPOST