El pasado lunes 19 de febrero el presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez, mantuvo un duro cruce con productores (sector que ha estado en conflicto hace ya varios meses) a la salida del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca.

Uno de los manifestantes lo llamó “mentiroso”, adjetivo que despertó la ira del mandatario y que fuera el inicio de un vergonzoso intento de reivindicación por parte de Vázquez.

Al otro día, la página oficial de Presidencia publicaría el historial del “agresor”, Gabriel Arrieta, explicitando sus deudas y su compleja situación actual: desde 2008 se encuentra en juicio con el Estado —más precisamente, con el Instituto Nacional de Colonización— por ocupar un terreno ilegalmente.

Todos los uruguayos deberíamos tomarnos un momento para reflexionar sobre lo sucedido: se hizo uso del aparato estatal para escrachar masivamente a un ciudadano cuyo único crimen fue diferir (en público, y a la cara) con el presidente. No lo agredió físicamente. No insultó a su madre ni a esposa ni a sus hijos. No lo acusó de corrupto ni hizo referencia a ningún caso de nepotismo que pueda manchar el honor de Vázquez —que vaya que resultó ser susceptible—. Simplemente lo llamó “mentiroso”.

El comunicado va en contra de lo establecido en la Ley de Protección de Datos Personales y ya hay abogados especializados estudiando el asunto. Pero ello no es lo importante. Así como lo lee: el caso es tan grave, tan impensable, tan infame que la ley no es lo más relevante. Lo que hay que retener es que alguien, ya sea desde el Instituto de Colonización o desde Presidencia, pensó que tal proceder era una buena idea.

Con o sin autorización de Tabaré Vázquez, se utilizaron herramientas que, bajo circunstancias normales deberían proteger al ciudadano, para atacarlo, para quitar validez a su afirmación, para hacerlo objeto de burla pública. Presidencia, a través del Estado (vale la pena repetición) recurre a un vil ad hominem en un burdo intento de defensa.

Hay quienes argumentan, con la bandera izada y la camiseta puesta, que tal decisión no debería alarmarnos puesto que es una práctica llevada a cabo en varios países, que ni las instituciones ni la libertad corren riesgo alguno.

En primer lugar, nada cobra validez por el simple hecho de ser implementado simultáneamente por varias personas o gobiernos. Con ese mismo criterio, atenuaríamos todo caso de corrupción porque en América Latina es moneda corriente. No, poco importa que otros países monitoreen y controlen a sus medios: no debería hacerse en Uruguay ni en nación alguna.

Por otro lado, hay un grupo de personas que actúa como si la noche fuese a caer sobre nosotros de manera abrupta. “De un día para el otro no habría más libertades”, parecieran razonar. Pero no es así. La noche cae siempre de manera paulatina y se empieza con medidas menores e inofensivas en apariencia; y sin excepciones, “por el bienestar del conjunto de los ciudadanos”. Un mal día, estamos todos en la oscuridad absoluta.

Los dos eventos trascendieron esta semana en Uruguay. No están relacionados, pero bien podrían estarlo. Hay ganas de controlar, de intimidar, de regular, de callar. Hay ganas de medidas autoritarias propias del estalinismo.

Llegamos a un punto en el que el Estado se venga de sus ciudadanos haciendo ejercicio de la libertad que la constitución les confiere. Llegamos a un punto en el que el Estado está dispuesto a monitorear el tono en que los medios de comunicación utilizan para hablar de sus administradores.

Lo peor que podemos hacer es pensar que la noche es impensable.

Fuente: Panampost