En su artículo de esta semana para el PanAm Post, Carlos Sabino explica cómo Donald Trump, “al sacar a los Estados Unidos del Acuerdo de París para el cambio climático”, ha producido “un verdadero terremoto en la política internacional”.

Sobre todo, Trump ha derrumbado por completo el consenso internacional que lideraba su antecesor, Barack Obama, una visión del mundo que Sabino llama “la visión socialdemócrata del siglo XXI”. “Esta orientación política”, escribe Sabino,

asignaba al Estado un papel central en la promoción del bienestar social, basada en amplias políticas sociales que requerían de impuestos cada vez mayores. Se favorecía la intervención profunda del Estado en la educación, imponiendo valores sobre el sexo, la reproducción, el ambiente y varios otros temas significativos; sistemas de salud también controlados por el gobierno y cada vez más abarcantes; pasividad ante el extremismo islámico al que se le toleraban actitudes que se prohibían a los demás; en fin, un conjunto de ideas que configuraban un nuevo estatismo y que llevaban a una erosión lenta, pero profunda, de las libertades individuales.

La política de Obama hacia América Latina también involucraba la pasividad ante el extremismo regional, representado por el Socialismo del Siglo XXI, y una necesaria erosión de las libertades individuales. Como señalamos numerosas veces en el PanAm Post, la administración Obama implementó una estrategia con tres pilares en el hemisferio, sus objetivos siendo los siguientes:

  1. Lograr el acuerdo entre Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, y la guerrilla comunista de las FARC sin importar el costo para la democracia colombiana.
  2. Renovar los vínculos diplomáticos y comerciales con la Cuba de los Castro más de cinco décadas después del inicio del embargo estadounidense frente a la isla.
  3. Apaciguar a la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela para garantizar el éxito del acuerdo Santos-FARC e impedir la implosión de la economía cubana, la cual depende del petróleo venezolano subsidiado (Obama quería evitar una crisis humanitaria en las costas de la Florida como la que causó el Éxodo de Mariel en 1980).

Trump, sin embargo, ha destrozado esta política de su antecesor. En primer lugar, no titubeó en calificar a Fidel Castro de dictador después de su muerte. Por otro lado, ha lanzado fuertes críticas contra la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela. Trump inclusive recibió en la Casa Blanca a Lilian Tintori, esposa del preso político venezolano Leopoldo López, y exigió su liberación.

Ayer mismo, el Vicepresidente Mike Pence dijo en una cumbre de política centroamericana en Miami que Venezuela es “un país que una vez fue rico, y su colapso hacia el autoritarismo lo ha llevado a la pobreza y causado sufrimiento para el pueblo venezolano”. Pence agregó que “todos nosotros debemos alzar nuestras voces para condenar al gobierno venezolano por su abuso de poder y su abuso hacia su propio pueblo, y debemos hacerlo ahora”. Sobra decir que el tono firme de estas palabras es del todo distinto al melifluo que usaba Obama para referirse a las dictaduras de la región.

La administración Trump también cambió el curso de la política estadounidense frente a Colombia; Trump aceptó reunirse extraoficialmente con los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, los críticos del acuerdo Santos-FARC de mayor perfil, más de un mes antes de que recibiera al presidente de Colombia en la Casa Blanca. Los periodistas colombianos que se burlaron de tal encuentro después de que la Casa Blanca intentara restarle importancia oficial nunca cayeron en cuenta que nadie se topa por casualidad con el presidente de Estados Unidos, el hombre más protegido del planeta tierra. Ni que la reunión la organizó Marco Rubio, el senador que ayudó a Trump a ganar la elección presidencial en el crucial estado de la Florida y que le habla al oído acerca de los asuntos latinoamericanos dado su interés en la región.

Bajo Trump, Santos sabe que no tiene el cheque en blanco que le había ofrecido Obama para su acuerdo con las FARC. Y ayer, el Senador Rubio amenazó al gobierno de Colombia de que habría “consecuencias” si insistía en intervenir en la política estadounidense frente a Cuba.

Pero el fin definitivo de la estrategia de Obama hacia América Latina se confirmó ayer, cuando Trump anunció que Estados Unidos revertirá las concesiones que cedió su predecesor ante Raúl Castro. Con su anuncio, el presidente de Estados Unidos ha desatado una conmoción política internacional similar a la que causó la semana pasada al retirarse del tratado ambiental de París.

Según el consenso internacional que representaba Obama, permitir que Cuba fuera de nuevo un pleno miembro de la comunidad internacional (desde el punto de vista de Estados Unidos) y que disfrutara todas sus ventajas era indiscutiblemente positivo. Al parecer, Obama y sus asesores pensaron que, de restablecer el comercio entre Estados Unidos y Cuba, habría milagrosamente una apertura política en la isla así la dictadura castrista siguiera en el poder. Excepto que sucedió lo contrario.

Según la ONG Human Rights Watch (la cual se opuso a la decisión de Trump de hoy),

el gobierno cubano acude a largas condenas en prisión contra sus críticos que en años pasados. Pero los arrestos arbitrarios y temporales de defensores de derechos humanos, periodistas independientes y otros han incrementado en los últimos años. Otras tácticas represivas incluyen las palizas, los actos públicos de deshonra y la terminación de contratos laborales.

Esto nos consta en el PanAm Post porque reportamos casos de la represión castrista diariamente. Ahora, ¿por qué era inevitable que se mantuvieran o incluso que se incrementaran los abusos en contra de la ciudadanía cubana por parte del régimen pese a las concesiones de Obama? En gran parte porque el acuerdo entre Obama y Raúl Castro partió de una pésima lectura de lo que representa una democracia liberal como la que tiene Estados Unidos y lo que representa una autocracia comunista como la cubana.

Cuando visitó La Habana en el 2016, Obama dijo lo siguiente durante su discurso:

Cuba tiene un sistema político de un solo partido. Estados Unidos tiene una democracia pluripartidista. Cuba tiene un modelo económico socialista. Estados Unidos es un mercado abierto. Cuba ha hecho énfasis sobre el rol y los derechos del Estado. Estados Unidos se fundó sobre los derechos del individuo…

Es decir, para Obama, la diferencia entre la libertad de un ciudadano de elegir a sus gobernantes en una democracia y la servidumbre a la que debe someterse el súbdito de un tirano como Raúl Castro es algo así como la diferencia entre un computador que opera con Windows y otro que usa Mac. Para Obama, simplemente son dos sistemas distintos pero que, en últimas, cumplen la misma labor y, por lo tanto, son igualmente legítimos políticamente e igualmente válidos en términos morales.

Lo mismo aplica a la diferencia entre un consumidor con el poder de tomar sus propias decisiones en un libre mercado versus la impotencia económica de millones de vasallos de cualquier economía socialista, cuyas decisiones son tomadas por otros, a puerta cerrada, en pequeños comités burocráticos de planificación central. Para Obama, cualquiera de los dos sistemas es igualmente loable. Y, lo que es más desconcertante, Obama parece sugerir que los derechos del individuo (es decir, la vida, la libertad y la propiedad) son de alguna manera equiparables a lo que él obtusamente llama “los derechos del Estado”. ¿El Estado, por cierto, tiene derecho a qué exactamente más allá de la responsabilidad de proteger los derechos individuales? ¿A expropiar, encarcelar o ejecutar sin justa causa? Obama no elabora.

Fue por causa de su profundo desconocimiento acerca de las virtudes de la democracia liberal, la libertad individual y la economía de mercado que Obama pudo equiparar, con una equivalencia moral alarmante, el sistema de gobierno republicano que él representaba con el régimen dictatorial cubano. Al normalizar las relaciones con Cuba de tal manera, sin exigir ningún tipo de reforma seria hacia la libertad política y económica, Obama le dio la luz verde a Castro y sus secuaces para que, con los dólares de las legiones de turistas estadounidenses que han llegado a la isla, pudieran mantener a los cubanos oprimidos bajo su yugo con mayor facilidad.

La decisión de Trump revierte este gran error moral y reafirma la diferencia entre el sistema estadounidense que, aunque lejos de ser perfecto, promueve la libertad humana, y el cubano, que la aplasta. No obstante, sería ingenuo ver la nueva política de Trump hacia Cuba únicamente desde el punto de vista de la preocupación de la Casa Blanca por la falta de democracia en la isla. Como han notado algunos críticos, los derechos humanos no fueron una prioridad para Trump cuando visitó Arabia Saudita, aliado de Estados Unidos en Medio Oriente.

El hecho es que, con Trump, ha regresado el realismo político a la conducción de las relaciones internacionales de Estados Unidos, y desde este punto de vista Cuba es un enemigo desestabilizador, que gobierna Venezuela como si fuera una colonia y que tiene a Colombia en su mira. Para Estados Unidos, fortalecer a Cuba, como lo hizo Obama, es debilitar a los gobiernos aliados de la región. Peor aún, según el analista Joseph Humire, es posible que Cuba esté fomentando la violencia en Venezuela para “generar un golpe de Estado, desatar una guerra civil y provocar una intervención (militar) de Estados Unidos” en Suramérica. Tal escenario no resulta tan descabellado si se toma en cuenta que una guerra similar a la de Siria en Venezuela inevitablemente se trasladaría a Colombia, y que Colombia busca ser miembro permanente de la OTAN desde el 2016. Como dijo Vladimir Padrino, el ministro de Defensa de Maduro, cuando visitó Moscú en abril de este año, el propósito de su viaje fue discutir con los rusos “la proyección” de la OTAN en América del Sur.

Para Trump, es importante impedir que Cuba ayude a convertir a la región en un barril de pólvora.

Por último está el elemento político de la decisión de Trump, quien ganó en Florida en gran parte porque su mensaje anti-Castro convenció a un segmento importante de la comunidad cubano-americana, aquel que estaba insatisfecho con la normalización de relaciones con Cuba sin apertura política alguna. Aunque Trump es un relativo novato en la política electoral, salió victorioso de una elección presidencial hace menos de un año y sabe muy bien que Florida será determinante en el 2020. Al hacer añicos la política de Obama hacia Cuba, Trump también está pensando en asegurar su reelección.

Ya que un creciente número de analistas, muchos de los cuales aseguraron que Trump nunca sería presidente en primer lugar, hoy sugieren que el POTUS no terminará su mandato a raíz de sus escándalos, una reelección del presidente en tres años sacudiría la política global de manera titánica. Puede que lo logre gracias en parte a la política que anunció ayer frente a Cuba.

En su discurso en La Habana, Obama, sumo sacerdote de la socialdemocracia del siglo XXI, expresó una leve admiración hacia la Revolución Cubana. Por su parte, Trump parece intuir que, como dijo Bismarck, es mejor liderar una revolución que padecerla.

FUENTE: PAN AM