El tiempo se detiene en Melbourne, donde al tenis le ha dado un ataque de nostalgia y por mirar atrás, hacia el pasado. Ayer Cronos ya reunió a las hermanas Williams en la final femenina y este viernes citó a Rafael Nadal y Roger Federer, los dos grandes iconos de la era moderna. 14 grandes uno y 17 el otro. Historia viva. El español, 30 años, se impuso en un partido agónico al búlgaro Dimitrov por 6-3, 5-7, 7-6, 6-7 y 6-4 (después de 4h 56m) y regresará a una final de Grand Slam tres años después. La última que disputó fue en 2014, en Roland Garros. Ahora, tras dos años plagados de dificultades y vaivenes, se reecontrará con Federer (35 años), su viejo amigo, en su cuarta final en Australia, la novena entre los dos con un major en juego.
A excepción de los búlgaros, que jaleaban una y otra vez a Dimitrov en la central de Melbourne, era la final deseada por casi todos los aficionados al tenis. La más romántica, con la que ya no contaba nadie, pero genios y guerreros no caducan nunca. Ahí estuvo Nadal para demostrarlo, una vez más, con ese factor de la épica sin el que es imposible comprender su figura. Tumbó a Dimitrov después de una resistencia heroica y de un partido de casi cinco horas y 24 quilates, resuelto al más puro estilo Nadal, con suspense y ardor en la sangre, porque llegó a estar contra las cuerdas. 4-3 y 15-40 en contra. Pero lo levantó. Cómo no. Y entonces Melbourne detuvo el tiempo y rebobinó, por los viejos tiempos. Nadal y Federer, otra vez citados en la última estación de un gran escenario. Un lujo. Proeza de ambos.
Desde luego, así se entiende el partido que ganó el español para acceder a la final, aderezado con una bacanal de nueve breaks. Superó a un rival que tienen un abanico de recursos extraordinadio. El búlgaro, tenis gourmet, tan pronto da un zarpazo con la derecha como enreda con su sedoso revés a una mano. Es engañoso. Tan pronto acelera como baja el ritmo y elabora, bien con golpes más profundos o bien buscando efectos. Una maravilla desde el punto de vista técnico. Para contrarrestarlo, Nadal trató de incomodarlo con altos niveles de servicio (73% de efectividad al final) y enviándole bolas muy pesadas, especialmente hacia al revés, con el propósito de que Dimitrov no se perfilase con el drive y tuviera campo abierto para expandir su juego.
La fórmula funcionó en el primer parcial, resuelto sobriamente por Nadal. Neutralizó el saque del búlgaro en el tercer juego y puso el automático, ese modo Nadal que acaba con la paciencia de cualquiera. La diferencia entre el tenista de los dos últimos años y el actual es muy clara. Son dos o tres pasos, hacia adelante o hacia atrás. Un mundo. Unos metros que lo dicen todo. Antes, el mallorquín esperaba, mientras que ahora sale a buscar al de enfrente desde el primer segundo. Cero dudas, cero especulación. Un patrón muy definido y el maquiavélico desgaste psicológico que inflige a sus rivales.
Fuente: http://deportes.elpais.com/
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