Entre las legiones de quienes creen que la satisfacción humana no depende de mejorar material, intelectual y moralmente, sino de que los que mejor estén empeoren, encontramos a quienes argumentan que incluso en otras especies de animales sociales –principalmente primates– ya habría un reclamo instintivo de igualdad.

Las conductas de los primates han sido muy bien estudiadas. Y sí. Hay primates que exhiben conductas envidiosas. No se deduce de ello que debamos considerar el pináculo de la filosofía moral a la conducta envidiosa del mono capuchino.

Aunque hay conductas exclusivamente humanas –y son claves de la civilización como evolutivo orden espontaneo– en muchas otras –también claves de la sociedad humana– la diferencia en última instancia es de grado. Es la amplia gama comparativa de fines imaginados y medios descubiertos. El asunto no está en si compartimos a cierto nivel la moral del mono capuchino de manera más o menos instintiva. Eso es indiscutible. Es si guiándonos única y exclusivamente por esa moral primitiva sería posible la civilización.

He insistido repetidamente en que de la legitimación de la envidia depende la convicción moral de los socialistas. Los principales enemigos de la libertad en muestreos tiempos. Es poco acusar de envidiosos a quienes resultan ser, de hipócritas y corruptos a criminales y genocidas. Pero es necesario establecer que ese envidioso reclamo –posiblemente pre-humano– es la base de todo igualitarismo. E igualitarismo colectivista es lo común a todo socialismo.

Es porque su torcida moral se reduce a envidia que los socialistas están tan preocupados por la desigualdad, al tiempo que son tan indiferentes a la pobreza real. Mientras a los liberales no nos importa la desigualdad, y sí nos  preocupa la pobreza –no relativa sino absoluta como en realidad es– Entre los intelectuales que proponen rehacer la sociedad para ajustarla forzosamente a moral del antes citado primate, el más destacado hoy sería John Rawls afirmando que:

“El Principio de Diferencia representa, en efecto, el acuerdo de considerar la distribución de talentos naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar en los beneficios de esta distribución, cualesquiera que sean (…) Los favorecidos por la naturaleza no podrán obtener ganancia por el mero hecho de estar más dotados (…) Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad (…) Nos vemos así conducidos al Principio de Diferencia si queremos continuar el sistema social de manera que nadie obtenga beneficios o pérdidas debidos a su lugar arbitrario en la distribución de dones naturales o a su posición inicial en la sociedad, sin haber dado o recibido a cambio ventajas compensatorias.”

Si algo debiera constituir un escándalo es que un distinguido profesor de una de las mejores universidades del mundo nos diga que hay que expropiar, ya no el producto del talento humano, sino el talento humano mismo. Que los inteligentes han de ser puestos al servicio de los torpes, los esforzados al de los flojos y los brillantes al de los torpes.

Y no por un mercado libre y voluntario en que para tener éxito en el sentido que cada cual subjetivamente más aprecie –riqueza, prestigio, reconocimiento– se ven obligados a usar sus talentos en producir lo que aquéllos que carecen de los mismos demandan. Sino por la fuerza arbitraria de un Estado dedicado a castigar al que de cualquier manera se destaque sobre la mediocridad general.

Rawls reviste del mejor discurso académico, más y nada menos que el ignaro que no logro explicarse cómo funciona una maquina que jamás habría podido construir y cuyos principios no alcanza a entender gritando ¡brujería! porque alguien más talentoso hizo lo que él no puede. No es raro. Los intelectuales socialistas entienden a fondo al papel de la envidia en su sistema de creencias. Como admitía el prestigioso aristócrata socialista británico Bertrand Russel:

“La envidia es la base de la democracia. Heráclito dice que se debiera haber ahorcado a todos los ciudadanos de Éfeso por haber dicho: «No puede haber entre nosotros ninguno que sea el primero.» El sentimiento democrático de los Estado griegos, casi en su totalidad, debió de haber sido inspirado por esta pasión. Y lo mismo puede decirse de la democracia moderna”.

“Es cierto que hay una teoría idealista según la cual la democracia es la mejor forma de gobierno, y yo, por mi parte, creo que la teoría es cierta. Pero no hay ninguna rama de política práctica en donde las teorías tengan fuerza suficiente para efectuar grandes cambios; cuando esto ocurre, las teorías que lo justifican son siempre el disfraz de la pasión. Y la pasión que ha reforzado las teorías democráticas es indiscutiblemente la pasión de la envidia”.

Antes el más influyente intelectual socialista y profeta fundador de la totalitaria religión marxista explicaba:

“Sea grande o pequeña una casa, mientras las que la rodean son también pequeñas cumple todas las exigencias sociales de una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio, la que hasta entonces era casa se encoge hasta quedar convertida en una choza. La casa pequeña indica ahora que su morador no tiene exigencias, o las tiene muy reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane en altura, si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor proporción, el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más desazonado, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes.”

Para los socialistas la envidia, excitada por la diferencia –no por la pobreza– lo es todo. Disfrazando de justicia al máximo vicio moral debilitan la institucionalidad para hacer la revolución e imponer su totalitarismo. La legitimación moral de la envidia reclamando reprimir toda diferencia, sin importar  causas ni consecuencias. Es origen y justificación de todos y cada uno sus crímenes. Y como tal, resulta ser el peor de todos.

Fuente: Panampost