Recientemente conversaba con un rector, un decano y varios profesores de algunas de las mejores universidades privadas de Venezuela. Hablabamos de la pésima formación con que los jóvenes llegan a la educación superior en la miseria socialista; de la hostilidad burocrática revolucionaria a la universidad privada, tan asfixiante que asombra al entorno universitario internacional contemporáneo; de lo poco que se logra hacer así; de lo mucho que se haría en libertad.

Aunque la revolución alardea con el crecimiento de matrículas en universidades revolucionarias, su calidad falla incluso en adoctrinamiento. Entre sus docentes y alumnos algunos nadan contra la corriente. Pero el grueso de su revolucionaria educación es populismo puro y duro. Sin calidad. La masificación de la educación universitaria gratuita fue útil al socialismo moderado que los precedió. Pero las ya antes masificadas universidades nacionales autónomas o experimentales difícilmente graduaban a los más pobres. Deficiencias en su educación previa les hacía muy improbable ingresar y casi imposible completar una carrera.

Desde los que se graduaron en universidades revolucionarias a quienes no podían ingresar, o graduarse, en las universidades públicas autónomas esperaban una clientela agradecida. Pero un título es un certificado de conocimiento y habilidad. Si quienes ostentan los certificados carecen del conocimiento y de las habilidades que certifica, sus títulos carecen de valor en un mercado de trabajo –y para una burocracia socialista que intente no colapsar sobre sí misma–. La calidad de las universidades es la de sus graduados. Empieza con la de sus recursos y personal docente, pero, al final, calidad es resultado. El resto propaganda.

La revolución descubrió que donde buscaban clientela otros ya la habían encontrado. Y no política. Universidades e institutos universitarios privados de menor costo atendían la demanda de educación superior de quienes no estudiarían en universidades públicas a las que sus promedios académicos no les permitían ingresar. Y que no podían pagar las privadas más costosas y exigentes. En su relación costo-calidad no ofrecían excelencia, únicamente graduar profesionales para la base del mercado de trabajo. Hubo casos vergonzosos, y no pocos. Pero el mercado de trabajo impide que ese listón baje más de lo razonable por mucho tiempo. Teníamos universidades privadas y públicas excelentes, intermedias y otras que cumplían los mínimos. Estudiantes y empleadores sabían a qué atenerse.

Pero esta revolución odia la excelencia. De escuelas y liceos a universidades se empeña en nivelar hacia abajo. Incluso los programas populistas con algún potencial educativo se politizaron. Recuerdo un burócrata, estudiante de una universidad privada, exigiendo evaluaciones extraordinarias, pues no había podido presentarse a evaluaciones regulares, mientras trabajaba dobles turnos en campaña electoral, regalando computadoras para niños. El socialismo siempre se ha debatido entre el elitismo y el populismo. Este siglo identificó circunstancias favorables para ganar el poder en elecciones e intentar la revolución desde gobiernos electos. Pasaba por desarticular la institucionalidad republicana. Destruir lo que encontrase de economía de mercado y sistema de precios e instituir la dictadura económica y política. Elitista podría ser tras alcanzar el totalitarismo. Antes debía ser populista; y lo ha sido. Su primera dictadura es reciente. El socialismo del siglo XXI derrotó un consenso socialdemócrata escorado a la izquierda y en crisis. En Venezuela estableció un prolongado autoritarismo competitivo. Apenas ahora estrenó dictadura. Su totalitarismo todavía es un proyecto.

A corto plazo, la revolución parece estar ganando la batalla política por el control de la educación superior. Haciendo más precaria la situación de universidades autónomas –la ironía es que de la previa hegemonía del marxismo revolucionario en estas, con los vicios y corruptelas que incluyó, surgieran quienes hoy las asfixian– y acorralando la universidad privada. Pero el objetivo ideológico de la batalla política no es tan simple. El socialismo en general, y el marxismo en particular, son atractivos para una intelectualidad incapaz. Pero el intelectual resentido aferrado al marxismo es hijo bastardo de sociedades prosperas. Y en menor grado de aquellas pobres en que la economía de mercado –restringida y hostigada– haga la vida tolerable. En el socialismo la miseria material y moral es tan irremediable y desesperanzada como el poder inmisericorde corrupto y brutal. Pocos fanáticos creyentes negarán la realidad. El resto la ve. Incluso esbirros miserables repetidores de excusas de propaganda. Son más los conscientes del que es el sistema mismo el que no funciona. Y que sus promesas de educación masiva fueron una estafa sin contenido. Que incluso si fuese excelente, sería para una vida miserable.

Nada más puede ofrecer el socialismo a la mayoría de sus profesionales. Y ya no es accidente. Hace años escuche a un intelectual revolucionario comentar que la formación universitaria de alta calidad únicamente servía para que muchos quisieran “traicionar” y vivir bien en el extranjero. Mejor una que no sirviera afuera. Que en todo dependieran de la revolución y supieran que únicamente en revolución eran algo.

Pero no es tan simple. Conozco graduados de esas universidades revolucionarias que, no gracias, sino a pesar de ellas, por si mismos aprenden lo que el mundo interconectado del que se empeñan en aislarnos hoy permite a quien se esfuerce en aprender. Uno de mis mejores estudiantes en un diplomado avanzado en economía de la Escuela Austríaca era graduado de una masiva universidad revolucionaria. Estudió por sí mismo la teoría que explica por qué es imposible el socialismo. Aprendió por sí mismo ciencia económica que la universidad revolucionaria ignora. Y ha sido becado por uno de los mejores centros de posgrado del continente.

Por más que se imponga por la fuerza el totalitarismo y la miseria y por más que se persiga y se llegue a proscribir todo lo que no sea adoctrinamiento socialista, las universidades revolucionarias venezolanas no lograrán impedir que algunos de sus estudiantes descubran lo que significa libertad, propiedad y derecho.

Aunque los socialistas entendieron antes que otros cómo y por qué influir en la cultura; aunque ganen muchas batallas políticas por el poder, finalmente perderán la guerra ideológica por la hegemonía cultural.

PANAMPOST