El derrumbe de la socialdemocracia (Archivo)

Creo que ya es hora de reflexionar sobre el creciente auge de los populismos que se extiende hoy por América, Europa y algunas otras partes del mundo. Hay que tratar de entender las causas, lo que motiva esta ola de repudio a la política tradicional que tanta alarma provoca en muchos analistas. Y esto es importante, porque los cambios que se han producido en tiempos recientes parecen ser sustanciales y para nada efímeros. ¿Qué está sucediendo?

Está claro que los electorados actúan de modo reactivo, rechazando a los políticos y los partidos a los que antes votaban, y que por eso se produce el apoyo a candidatos tan dispares como López Obrador en México o Bolsonaro en Brasil, mientras crecen nuevas formaciones políticas en Europa que desafían el orden existente. Para entender este proceso –sin duda complejo- es preciso definir qué es lo que se reclama a esa “vieja política” de la hoy la gente se aparta.

Descartemos, para empezar, el tema de la corrupción que, en apariencia, es el motor de muchos de estos cambios. Claro que se rechaza con vehemencia la corrupción, especialmente en América Latina, pero el problema no parece ser razón suficiente para producir los cambios a los que asistimos.

Corrupción siempre ha habido –y creo que antes mucho más que ahora- aunque eso no parece haber preocupado tanto a la ciudadanía en tiempos pasados. Lo que los votantes parecen rechazar es algo bastante más amplio y menos definido: la atención no se centra en ciertos casos o determinados políticos, sino que parece dirigirse hacia una forma de hacer política que surge de un modelo que propicia la corrupción. Porque esta “política tradicional”, además de ser corrupta, parte de ciertas premisas que, precisamente, son las que parecen haber perdido vigencia, al menos para una parte importante de los electorados. Veamos algunas de sus características.

El modelo de Estado al que se está rechazando es, en el fondo, una expresión de las mismas ideas que crearon y que todavía sustentan la socialdemocracia. En casi todos los países se han creado estados de una amplitud notable, tanto en sus funciones como en sus gastos. Impuestos muy altos, y además progresivos, han servido para que los gobiernos puedan emprender acciones que rebasan con mucho los límites que tradicionalmente tenían los estados hasta la mitad del siglo pasado.

La idea de fondo, la que sustenta este modelo político, es la de redistribución de la riqueza: quitar a algunos, a los que más poseen, para transferir este dinero a políticas sociales que se dirigen a los pobres, o a quienes menos ingresos obtienen. Es lo que podemos definir como “Estado de bienestar”: una institución tutelar, paternalista, que otorga educación, salud, vivienda, protección del ambiente y muchas otras cosas más a la población en su conjunto. Es el sueño de aquellos socialistas democráticos que irrumpieron en la escena política hace más de un siglo.Es un estado caro, complejo, donde gran cantidad de funcionarios manejan millones y, por eso, un caldo de cultivo que estimula la corrupción.

Pero además es un Estado ineficiente, al menos en América Latina, incapaz de cumplir con sus promesas. Los gobiernos debilitan sus funciones básicas, la seguridad y el orden, en aras de cumplir con una política social que nunca produce satisfactorios resultados. La reacción, por eso, adquiere entonces tintes conservadores, autoritarios, nacionalistas. Algo similar ocurre en Europa -gobernada en gran parte por partidos socialdemócratas durante los últimos 100 años- donde ha funcionado mejor el Estado de bienestar, pero se ha favorecido una agenda de izquierda que se aleja de los principios morales y de la cultura esencial de sus habitantes. Allí se rechaza la migración, porque entraña un cambio cultural y religioso que muchos no aceptan, y se cuestionan la burocracia y los elevados impuestos.

El rechazo populista, entonces, es un voto de desconfianza contra quienes desde la izquierda moderada están llevando a sus naciones a la pérdida de la identidad y a un modelo financiero de endeudamiento creciente e infinito. Este rechazo ha producido, además, el surgimiento de formaciones políticas que, en el otro extremo, llevan hasta sus límites sus posiciones de izquierda, identificándose entonces con muchas propuestas de las que antes sostenían los comunistas.

El centro político, pues, se hunde. Es el centro de la socialdemocracia, del marxismo light, del socialismo que pretende incluso modificar la misma sociedad, como lo prueban la agenda de género y la intervención en temas que hasta hace poco permanecían con certeza en el ámbito de la decisión individual. Y esta debilidad del centro, que parece haber llegado para quedarse, presagia un futuro complicado para el resto de este siglo XXI que verá, gradualmente, la emergencia de nuevas formas políticas y también nuevos problemas, incluso militares. Pero esto, apreciado lector, será el tema de otro artículo.

 

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