Juan Guaidó decidió no asumir la presidencia de Venezuela. Demostró que no está a la altura. (Asamblea Nacional)

Cuando todo el mundo —entiéndase el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro; los 13 países del Grupo de Lima; Estados Unidos; la Unión Europea; la ciudadanía venezolana; importantes voces como la del diplomático Diego Arria; profesor de Harvard, Ricardo Hausmann; la líder de la oposición venezolana, María Corina Machado; los expresidentes latinoamericanos, Andrés Pastrana y Tuto Quiroga; el histórico dirigente venezolano Enrique Aristeguieta Gramcko; el presidente del legítimo Tribunal Supremo de Justicia venezolano en el exilio, el magistrado Miguel Ángel Martín; y este mismo diario, en una editorial— ha pedido que el diputado Juan Guaidó, recién electo presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, asuma como presidente de la República, el joven opositor ha preferido desoír todas las exigencias.

Se argumenta que, frente a la juramentación ilegal del dictador Nicolás Maduro en los espacios del ilegítimo Tribunal Supremo de Justicia, en Venezuela hay un vacío de poder. Es así porque considerar usurpación lo de hoy es darle demasiada consideración a una reunión entre camaradas. Un depresivo evento que jamás fue lo que el anfitrión quiso.

El vacío de poder, según establece la Constitución de Venezuela en su artículo 233, debe ser llenado por el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela. Sería una oportunidad inédita y única para desafiar al régimen. Es lo que corresponde. Lo contrario, sería evadir la responsabilidad. Y ello es lo que ha hecho hoy Juan Guaidó.

Luego del triste acto cerrado, en el que Maduro solo recibió la solidaridad de los jefes de Estado de Cuba, Bolivia, Nicaragua, El Salvador y este extraño país, apenas reconocido por otros cinco, Osetia del Sur, tocó el turno del presidente de la Asamblea Nacional. Lo que era realmente lo importante de la tarde terminó siendo campanada para los ingenuos. La desilusión se asomó cuando, en un discurso patético, mal estructurado e imperdonablemente sonso para el privilegiado momento, Juan Guaidó dijo todo menos lo que le correspondía: que ahora es presidente del país y comandante en jefe de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.

Del anodino alegato de demasiados —e inacabables— minutos, el único anuncio que se desprende es que hoy no habrá anuncio. Se pospone para mañana —. «Mañana». Para eso quedó el discurso de Guaidó. Y entonces trae el agrio recuerdo del día del plebiscito. De cuando se sacrificó el momento y se dio la espalda a la euforia para anunciar que ese 16 de julio no se propondría ninguna ruta. Luego se vio la estafa. Y lo de hoy luce igual.

Lo han señalado varios: que a nadie le agarró de sorpresa la arbitrariedad de hoy de Maduro. Que el diputado tuvo siete meses para preparar un discurso menos patético y mejor estructurado. Que en bastante pudo pensar en anunciar algo que no fuera el anuncio de que habrá un anuncio.

Pero fue lo que hizo. Y, ante la pregunta de, “¿por qué no hoy?”, Guaidó respondió: “Porque lo necesitamos a usted [ciudadano], mañana, en la calle”.

Y cuando cuenta con todo el respaldo, la investidura y la atención para arriesgarse, Guaidó prefiere que sea la gente que ejecute lo que a él le corresponde. La misma que ya murió y tragó bastante gas en las calles. Porque cientos de miles asumieron el riesgo de perder la vida y no contaban con ninguna investidura que diera a su muerte un alto costo político para el régimen. El joven diputado decidió aceptar la presidencia del Parlamento y con ello venía una inmensa responsabilidad. De la que hoy se escabulle.

También en su discurso pidió a los militares desconocer a Maduro. Pero lo hace desde la postura del cobarde. Del que prefirió no estar a la altura. Muy diferente hubiera sido si, asumiéndose comandante en jefe de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, hubiera hecho el mismo llamado.

Porque los venezolanos quieren apoyar a un presidente, valiente, con temple, talante y audaz. Y los militares institucionales (u oportunistas) —que los hay—, en todo caso, solo apoyarán a un comandante en jefe, con el mismo temple y la misma valentía.

Fue torpe, triste y vergonzoso el discurso de Guaidó. Con un representante de Un Nuevo Tiempo a un lado y un representante de Acción Democrática al otro, el de Voluntad Popular decide eludir su responsabilidad. Con ello evitó el estrellato —y, entonces, la gran recompensa—.

Ha sido su decisión. Pudo haber forzado un momento ideal. Porque jamás, ¡jamás!, el régimen había estado tan solo. Había sido tan repudiado. Guaidó tenía la investidura para asumir riesgos. Goza del respaldo pleno de las grandes potencias de la comunidad internacional para hacerlo. De los grandes grupos, como la OEA y la Unión Europea. Pero él ha preferido eludir lo que le toca. No lo hizo. Ya es un hecho. Y triste mancha dejará en las páginas.

El diputado terminó dando lástima en esa tribuna. No solo no estuvo a la altura. Se empequeñeció con esa sarta de bobadas. Demostró que es menos de lo que, incluso los escépticos, creían. Y allí ha quedado Guaidó, con efímero estrellato. El líder de dos días. Testimonio de lo que no se puede hacer. De cuando se es cobarde y manipulable. De cuando se le teme a la responsabilidad.

Mientras, en Venezuela no hay presidente. Aún el puesto hay que llenarlo. Queda a la otra institución legítima hacerlo.

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