¿La educación es un derecho? (E)

Varias sorpresas, no muy agradables, me encontré la semana pasada cuando escribí un trino a propósito de las manifestaciones en favor de mayores recursos a las universidades públicas en Colombia. En realidad, mi comentario cuestionaba la opinión de un joven manifestante, quien en radio exigió que “no les quitaran lo que era de ellos”. Ante semejante declaración, mi pregunta se dirigió a saber qué era específicamente de ellos y qué les estaban quitando.

Las respuestas no se hicieron esperar. Ninguna de ellas buscaba responder ni contra-argumentar los supuestos desde lo que construí la pregunta, sino a insultar. La mayoría de interlocutores demostraron su incapacidad de aceptar pensamientos diferentes a los de ellos. Desde el insulto fácil hasta los que, indignados, se preguntaban cómo podían existir seres humanos que (¿osaran?) hacer cuestionamientos como el que hice.

Pero, además, los interlocutores demostraron su incapacidad de comprender el objeto de la discusión (lo que explica, también, su nivel de indignación). Ninguno respondió mi pregunta sino que asumieron que yo estaba desconociendo la educación como un derecho.

Aunque eso no fuera lo que estaba cuestionando inicialmente, al plantearlo tantas personas, decidí responder y explicar que, en efecto, la educación no es un derecho. Puede ser una buena intención. Pero no es un derecho.

En el proceso de recibir lo insultos de rigor, algo me quedó muy claro. La discusión sobre qué es un derecho y qué no, es ignorada por la mayoría de opinadores. Hay una confusión semántica y conceptual. Parecer ser que denominamos derecho a todo lo que nos parece sea importante. Y todo lo que nos parece importante los asumimos, inmediatamente, como una función prioritaria para el Estado.

Es decir, en contradicción de la evolución del concepto de derecho como aquel espacio individual en el que nadie, ni el Estado, puede interferir, hoy el mismo término no solo se entiende como una extensión de la acción estatal, sino como su principal justificación.

En este mismo proceso, la cosa se agrava cuando los mismos opinadores, no contentos con haberle vaciado de contenido a una palabra como “derecho”, también confunden, sin importarles la sutileza, entre la financiación estatal y la prestación estatal del servicio. Para ellos, ambas son iguales y no puede existir una sin la otra.

Pero la cosa no queda ahí: ante mi renuencia a aceptar que la educación fuera considerada como un derecho, en lugar de una buena intención, algunos recurrieron al mejor de los argumentos (para ellos): señalar que la educación era un derecho porque así estaba contemplado en la constitución colombiana…o en la declaración de derechos humanos.

De esta manera, demostraron que aún persiste una idea (que parece no ser marginal) según la cual las leyes son incuestionables. Pero no solo eso: que las cosas existen si están reconocidas legalmente y que ese reconocimiento, al ser expresión de la acción estatal, demuestra que es el Estado el creador, de nuestros derechos. No es el garante, sino el dador.

Así, en una discusión en una red social, mis interlocutores acabaron con toda la tradición de límites al Estado y de dignidad individual.

Es más, en parte como insulto y en parte como argumento, muchos señalaron que mis ideas son “arcaicas”, “pasadas de moda” o que están anquilosadas en el pasado. Es decir, para ser actual y muy moderno, es necesario sostener las mismas ideas que facilitaron la llegada al poder de todos los regímenes totalitarios del siglo XX. Está de moda creer en las ideas que acabaron con cualquier límite al Estado y que justificaron la muerte, persecución y hambre de millones de personas. ¡Tan modernos!

Con las características y el contenido de mi intercambio con tantos indignados, noté, con sorpresa pero no de la buena, que tenemos serios problemas en la educación que están recibiendo los más jóvenes (muchos de los insultadores eran estudiantes o recién egresados).

De un lado, la educación parece entenderse como un mecanismo de transmisión de datos, pero no como una forma para que las personas analicen y piensen en las implicaciones de sus creencias. Parece ser que creemos más en la existencia de verdades de a puño y se convierte a los estudiantes en vendedores de esas supuestas verdades.  

Del otro, a pesar de las deficiencias del sistema educativo, también es cierto que los estudiantes parecen llegar con la intención, no de aprender, sino de consolidar sus prejuicios con argumentos pseudo-teóricos y términos que suenen más técnicos o académicos.

Por lado y lado, la educación va perdiendo. Los lugares comunes, los prejuicios y las creencias están dirigiendo los debates. Por ello, se vuelven pasionales, sin argumentos. No es  necesario demostrar o reflexionar sobre algo que se considera incuestionable.

Hoy ser crítico es pedir más Estado y creer que las cosas cambian porque se usa un lenguaje políticamente correcto; esto es, lleno de adjetivos positivos para lo que queremos que suceda, pero de insultos y de ataques para los que nos cuestiona.

Fuente