Duque
(EFE/MAURICIO DUEÑAS CASTAÑEDA)

En el artículo anterior abordé el primer grupo, el de opositores, que ha presentado sus posiciones, para debatir la actual propuesta de reforma tributaria presentada por el gobierno de Iván Duque. Pero no solo los opositores han manifestado sus argumentos.

También se encuentra un segundo grupo, el de los desencantados. En este grupo se encuentran, su mayoría, los que apoyaron de manera decidida a Duque o para evitar la llegada al poder de la alternativa, socialista, y que hoy han manifestado su molestia por la propuesta presentada de más impuestos. Algunos de ellos han expresado sentirse engañados, maltratados o desconcertados. Por esto, este grupo consiste en personas que no entienden cómo funciona la política y, por lo tanto, son fácilmente manipulables.

Sorprende que aún existan personas que crean en las promesas de los políticos. Pero así es. No solo eso: hay personas que aún creen que las cosas mejoran según quién esté en el poder o que creen que los cambios se dan (únicamente) por decisiones políticas.

Como decía, los desencantados no entienden cómo funciona la política, mucho menos la colombiana. Olvidaron (o decidieron olvidar) que la derecha colombiana nunca ha sido exponente del capitalismo, sino de un trasnochado capitalismo de amigotes. Ignoraron (o decidieron ignorar) que la derecha colombiana ha hecho acercamientos muy débiles, muy parciales a una mayor libertad económica. La derecha colombiana ha sido tradicionalmente defensora de los privilegios de algunos grupos identificables (como los representados por los gremios productivos). Por eso es que están desencantados: porque no comprendieron (o decidieron no comprender) la política colombiana.

Era indeseable una opción socialista. Siempre lo será. Pero eso no es igual a creer que la otra es buena. A lo sumo, el de Iván Duque era el menor de dos males. Pero eso no es igual a decir que sea algo bueno. Mucho menos, esperanzador.

Pero, además, los desencantados parecen desconocer cómo funciona la política, en general. Son los que le dan prioridad al discurso y no esperan a los hechos. Son los que evalúan, no resultados, sino el discurso. Grave error, porque en política tenemos que evaluar es los resultados a partir de lo que se hace y, pocas veces, esto coincide con el discurso.

Como si fuera poco, los desencantados parecen ignorar la existencia de, al menos tres elementos básicos, que inciden en esa distancia entre el discurso y las acciones/resultados. No solo están la buena o mala intención del gobernante o sus verdaderas preferencias, sino que también inciden: primero, las presiones. No sabemos qué tipo de presiones debe enfrentar un gobernante y cómo éstas limitan las alternativas de política disponibles.

Segundo, está el tema del mercadeo político: lo que se dice en campaña tiene un objetivo, ganar votos, que implica la generación de emociones y, por lo tanto, lo que menos importa es el análisis, la demostración o la evidencia. Se dicen cosas para que suenen bien, no porque sean ni las prioritarias, ni posibles.

Tercero, están las variables de incertidumbre y desconocimiento. Un candidato no tiene acceso a toda la información. Ésta la tiene el gobernante. Por ello, muchas cosas que se dicen en campaña pueden alterarse cuando se llega al poder. Esto incluye la información, por ejemplo, de finanzas públicas y, como ya había comentado, presiones existentes. Tampoco sabemos cómo afectan los hechos que no fueron anticipados en las alternativas disponibles.  

Esto último debería, en lugar de desencantar, dar un argumento adicional a la necesidad de limitar la capacidad de acción estatal. Además de la incertidumbre, que no podemos evitar, la falta de información es resultado de la falta de transparencia y complejidad, producto de un Estado muy autónomo. Esto hace que esta organización se convierta en un actor más, que defiende sus propios intereses, y no los de la sociedad. Todo esto lo hace con nuestro dinero, pero asumiendo que es estatal.

El otro grupo que ha aparecido en el debate es el de los incondicionales. Éste está conformado por los más cercanos aliados del gobierno y que, sin importar nada, seguirán siendo su apoyo. En consecuencia, nos quieren convencer que la reforma es ideal y necesaria. Acallan cualquier argumento con contraargumentos moralistas (no morales), ante la escasez de otra herramienta. Al ser aliados políticos, muchos de los que pertenece a este grupo fueron, en el gobierno pasado, férreos críticos a las propuestas de incrementos a los impuestos que entonces se presentaron. Hoy apoyan lo que ayer criticaban. Así como así. Sin mayor explicación. Sin demostración.

Muchos ciudadanos no pertenecen a ninguno de estos grupos. Muchos de ellos también están presentando sus argumentos. No obstante, han sido los representantes de estos grupos los más visibles en los días recientes. Pero con tanta confusión y superficialidad argumental, estamos desviando la atención sobre algunos aspectos que deberíamos estar discutiendo.

¿Queremos un Estado muy activo? Si es así, hay que pagarlo. Y la factura la debemos cubrir todos. No hay forma de que solo algunos sean los que paguen. Además, que no hay justificación ni moral ni ética para que solo sean unos pocos porque esto implicaría quitarles casi todo lo que tienen, sin que esto alcance a cubrir los gastos.

¿Cómo vamos a justificar los impuestos? Esto, con un entorno en el que imperan los escándalos de corrupción y una ineficiencia en el cumplimiento de sus funciones por parte del Estado: desde la infraestructura, pasando por la calidad de la educación o la prestación de servicios de salud. Hemos mejorado bastante, pero esas mejoras no son lo mismo a pensar que el Estado deba quedarse con, cada vez más, de nuestros recursos.

Muchas otras preguntas están dejándose de lado. Mientras tanto, el gobierno estará en su proceso de convencer congresistas para que le pasen su reforma. Si es así, no solo nos quedaremos con más preguntas que respuestas, con muchos argumentos superficiales y con menos dinero que ganamos con mucho esfuerzo en nuestros bolsillos. Esperando, únicamente, a la próxima reforma que nos quitará aún más.

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