
Recientemente, el Consejo de Estado colombiano, una de las altas cortes que existen en este país, y encargada de asuntos en los que esté involucrado el Estado, decidió suspender algunas medidas que permitían la utilización de la técnica conocida como fracking en Colombia.
Señalaron que esto se hacía en atención del principio de precaución. Éste estipula que en caso de existir un posible grave daño ambiental o de salud, las autoridades nacionales deben impedir la utilización de técnicas, herramientas o industrias.
Así planteadas las cosas, la decisión parece completamente justificable. Como señala N.N Taleb, ante la posibilidad de la ocurrencia de un evento en el que los costos son prohibitivos, así la probabilidad sea muy pequeña, la decisión adecuada es la de inhibirse de asumir el riesgo. Esto es más cuando no son muchos los beneficios.
Y en este caso, seamos honestos, los beneficios no son muchos. El debate, si es que ha habido alguno, sobre el fracking en Colombia se ha dado como resultado de la necesidad de incrementar las reservas de petróleo. Pero el petróleo ha generado en primer lugar beneficios para el Estado. Esto ha facilitado que esta organización no solo crezca, sino que tienda a justificar un creciente gasto público. Muchos podrán decir que esto es positivo desde todo punto de vista porque con esos recursos se financia educación, salud, infraestructura o lo que sea.
No obstante, si bien los “beneficios” son tangibles y de corto plazo, ese crecimiento estatal tiene costos adicionales, inconmensurables, incluido el de la dinámica y diversidad de la actividad económica que podría haberse desarrollado desde un punto de vista nacional, así como local, en ausencia de una actividad que ha sido impulsada por los intereses egoístas, no sociales, del Estado.
Pero no nos desviemos.
Así planteada, la decisión es justificable, comprensible. No obstante, adolece de, al menos, tres problemas.
El primero de ellos es el de la tensión tradicional entre innovación y regulación. El segundo consiste en los supuestos que permiten construir la estimación de posibles costos. El tercero resulta del requisito relacionado con la comprobación científica de los efectos de una práctica en particular.
Sobre el primero, existe una tendencia – al parecer, natural – en el ser humano de temerle a lo novedoso, a lo disruptivo. Parece que tendemos a preferir lo que ya conocemos y a rechazar los cambios. No obstante, de manera no coordinada, planeada ni intencional, los esos cambios se presentan de manera continua.
La reacción inmediata ante este hecho es la racionalización del temor. Solemos no analizar la fuente del cambio y sus implicaciones, sino asumir que estos son necesariamente dañinos y, por lo tanto, que lo que conocemos tenderá a empeorar. Ante ello, las sociedades solicitan la protección del Estado, a través ya sea de la regulación o de la absoluta prohibición del cambio.
Esto sucede, con más intensidad, en sociedades que, como la colombiana, se adaptan más difícilmente a lo nuevo.
Sin embargo, esto tiene muchos costos sociales: sin cambio las cosas no pueden mejorar, pero también pueden empeorar. Esto es claro con el tema del fracking. Si las autoridades deciden impedir la utilización de esta herramienta en pocos años el país no tendrá reservas de petróleo y, con un Estado acostumbrado a gastar y una sociedad que exige cada vez más gasto, la afectación a la estructura productiva puede ser mucho mayor.
Sobre lo segundo, la estructura de costos de la implementación de esta estrategia de explotación petrolífera, la verdad es que los supuestos están basados en meras especulaciones. Muchos sostienen que el fracking causa mayor sismicidad, contamina el agua y afecta la salud humana. No obstante, los casos en los que esto está documentado suelen considerar que estos efectos se deben a la técnica en sí misma y no a la forma como se lleva a cabo. Es más, en muchos casos, estos efectos, sin documentación alguna, se dan por realidades absolutas, sin mayor demostración. A estos temores es a los que el Consejo de Estado les dio un valor mayor para tomar su decisión.
Se dice que la decisión no pretende prohibir la práctica, pero sí darles tiempo a mayores investigaciones sobre el asunto. El problema es que éste es un tema político: quiénes sean los investigadores determinará los resultados. Y la composición es difícil de justificar políticamente. Si los resultados son favorables a la técnica, se considerarán viciados y determinados por el “poder” de la industria. Es decir, solo resultados negativos serán aceptados, sin mayor consideración. Esto, en particular, si se tiene en cuenta que, al no existir resultados incontrovertidos de los efectos negativos, se tendrá que confiar en las opiniones de expertos o de representantes de las comunidades.
Ahora bien, justificar las estimaciones en que otros países han prohibido la práctica es una caricatura de creer que, porque otros toman ciertas decisiones, tienen la razón. ¿Por qué debemos seguir el ejemplo de los que lo prohíben y no de aquéllos en donde se acepta esta práctica?
Esto último nos lleva al último asunto problemático en la decisión: el de la necesidad de tener algún grado de certeza científica sobre la inocuidad de la práctica. Cualquiera que conozca, así sea superficialmente el mundo científico, sabrá que son muy pocos, inexistentes me atrevería a decir, los temas en los que hay certeza, ni hablar de consenso, que se investigan. Siempre quedan dudas, así sea por la metodología utilizada, en los resultados que se presentan.
Por ello, esperar que una investigación nos permita determinar el grado de afectación con un nivel aceptable de probabilidad es prohibir, en la práctica, esta técnica.
Así las cosas, la decisión del Consejo de Estado no es más que una victoria más de las sociedades que temen a los cambios y una forma a través de la cual el Estado evade sus verdaderas funciones. En lugar de garantizar que la implementación del fracking se hará con los mayores estándares para evitar desastres ambientales o de salud, es preferible impedir la técnica para que todo siga igual…o peor.
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