
Los gobiernos de la izquierda populista parecen estar en retirada en toda América Latina, excepto en los caso que, como Venezuela o Nicaragua, han consolidado un control casi total – y despótico – del aparato estatal.
No obstante, desde el punto de vista de la reputación, es indudable que hay un retroceso en la mayoría de países de la región. Esto podría no ser tan cierto para el caso colombiano – en el que esta opción, encarnada en el líder político Gustavo Petro sigue siendo una opción de poder para muchos y que, por lo tanto, aún no podemos descartar que en los próximos años logre su objetivo.
Muchas hipótesis se han planteado para explicar la retirada de los que hasta hace algunos años se consideraron gobiernos con buenos resultados sociales. Una de ellas es el desastre de la dictadura venezolana. Otra es la corrupción. Otra más es que sus medidas funcionaron mientras los países vivían una ilusión de crecimiento económico, impulsado por el boom de los commodities, que hasta hace muy poco se experimentó. Seguramente, cada una de ellas y una mezcla de todas – y de otras más que irán apareciendo – explican el fenómeno.
Sin embargo, hay otra razón que ha pasado desapercibida. Ésta explicaría por qué esta opción se encuentra en retroceso en casi todos los países y, además, por qué no ha logrado ser opción de poder en Colombia.
En el libro más reciente de Francis Fukuyama, se encuentra evidencia sobre los cambios que la izquierda atravesó en muchos países, incluido Estados Unidos. De una opción que velaba por grandes cuestiones que preocupaban a aquéllos que menor éxito económico habían alcanzado, se pasó a una opción que se concentró en la reivindicación de – cada vez más – grupos minoritarios. Esto los llevó a tener nuevas lealtades, pero a perder las de importantes sectores sociales.
Más allá de esta transformación, lo importante es lo que ésta refleja – y lo mucho que explica del fenómeno que estamos viviendo en la región.
De un lado, la defensa de grupos minoritarios resultó siendo exitosa desde el punto de vista del “mercadeo político”, pero generó diversas tensiones que la izquierda reciente ha sido incapaz de solucionar. La primera tensión es que así sea cierto que muchas personas hayan sido víctimas de exclusión, discriminación y maltrato por tener ciertas características de color de piel, género y/o preferencia sexual, el ser humano no se reduce a una sola dimensión.
Pero muchos exponentes de la izquierda pareciera que así lo consideraran. Eliminan la humanidad de las personas y, en su lugar, las convierten en parte de un colectivo: homosexuales (o LGBTI y demás letras que van sumando), mujeres, indígenas o afros. Esto ha hecho que, si bien, tienen preferencia por muchas de las personas que se identifican como parte de esos grupos, sean rechazados por otros que, así compartan algunas de esas características, consideran que su humanidad está definida por mucho más. Por ello, se observan casos de, por ejemplo, homosexuales o afros que no solo no votan, sino que rechazan la opción de izquierda. Sienten, de cierta manera, que al ser caracterizados como parte de un colectivo, les quitan el resto de lo que son.
La respuesta de la izquierda ha reforzado estos comportamientos. En lugar de explicar sus motivaciones, tienden a atacar a quiénes no se limitan a las categorías creadas. No solo atacan a afros u homosexuales por tomar ciertas decisiones políticas, sino que, en el proceso, resultan haciendo gala de los fenómenos que critican: en lugar de argumentar, resaltan las características que han generado la discriminación de las personas, en primer lugar. Así, insultan a los homosexuales que votan por otras opciones utilizando incluso términos despectivos sobre su preferencia sexual. Lo mismo hacen con los afros.
Lo anterior me lleva a la segunda tensión: la incomodidad de la izquierda reciente con sus nuevas banderas políticas. Si hay un credo racista, homófobo, machista y excluyente es el marxista, base de la ideología de izquierda. Así las cosas, a pesar del discurso aparentemente positivo, muchas personas consideran – seguramente con mucha razón – que las reivindicaciones recientes no son sino oportunismo político. Para conseguir unos votos, son capaces de decir lo que sea, así no lo sientan. No discriminar no es una cuestión de palabras, sino de vivir. Cuando usted solo resalta algunas características del otro, no es señal de respeto, sino de condescendencia o de abierto rechazo.
Esto explica no solo por qué la izquierda ha sido incapaz de liderar las causas en las que supuestamente cree, sino que tampoco hacen mucho por las mismas. Mucho discurso, pero pocas acciones.
Sin solucionar las tensiones, no obstante, estas banderas políticas han llevado a que la izquierda en los últimos años fortalezca otras de sus odiosas características.
La primera de ellas es el desprecio por los que consideran inferiores. No es raro escuchar a exponentes del socialismo afirmar que los menos educados no saben votar o que votan solo por pasiones; incluso, que son atrasados, premodernos o lo que sea. En lugar de tratar de entender, los atacan y, por esa vía, generan una resistencia entre las personas que, a pesar de no tener altos ingresos o de no contar con educación formal, consideran que no están encasilladas en las críticas de la izquierda, sino que tienen otras motivaciones.
La segunda es su elitismo. La izquierda ridiculiza a ciudadanos y líderes contrarios a su credo por su forma de vestir, por sus gustos musicales, por su forma de expresarse, por el uso de ciertos términos, por no saberse comportar, por no haber viajado, por no disfrutar de las expresiones culturales que la izquierda asocia con el conocimiento y la racionalidad. Han llegado al extremo, como demuestra el caso de Donald Trump en Estados Unidos, de despreciar a las personas por no pertenecer al mismo establishment al que dicen combatir. ¡Tamaña contradicción!
Así las cosas, la izquierda actual ha logrado, de manera increíble, no conseguir la preferencia de los que ellos consideran autómatas que pertenecen a ciertas minorías y además ahuyentar a los desposeídos, a los obreros, a los más pobres. Una izquierda discriminadora, elitista y excluyente era un resultado natural de las concepciones en las que los seguidores de esta corriente creen.
Más allá de las demás razones, ésta puede explicar en una parte importante el retroceso que gobiernos de este tipo han tenido en una región como la latinoamericana. Es la consecuencia esperable de una ideología que se basa, esencialmente, en la exaltación de las peores pasiones humanas.
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