París, 23 de junio de 1940: Adolf Hitler posa frente a la Torre Eiffel, después de, en poco más de un año, haber invadido Noruega, Dinamarca, Luxemburgo, Holanda y Bélgica (en menos de 24 horas) como parte de la ofensiva nazi en Europa occidental. Dos días más tarde, los franceses firmarían un armisticio en Compiègne y el país galo quedaría así dividido en dos: la Francia ocupada por Alemania y la “Francia libre”, cómplice de sus invasores, con base en Vichy y con el colaboracionista Philippe Pétain como primer ministro.
Charles de Gaulle (que había abandonado su país el 16 de junio) haría llamamientos a la resistencia desde Londres, a través de la BBC.
La Europa de hoy es muy distinta a aquella. Uno se monta en un tren y no nota jamás cuándo se cruzan las fronteras. La apuesta educativa común apunta al multilingüismo. El eje franco-alemán – muy particularmente después del Brexit – es, si se quiere, el que sostiene a la Unión Europea.
En lo personal, infinitas discrepancias me separan de las políticas tiranas de Bruselas. Sin embargo, algo hay que cederle a los europeos: fueron lo suficientemente inteligentes y compasivos como para dejar los horrores del pasado justamente ahí, donde pertenecen, y no arrastrarlos por el tiempo cual peso muerto, sin otro objetivo que no sea sembrar odio.
América fue invadida hace ya más de 500 años por portugueses, franceses, españoles y británicos – más algún que otro oportunista. Su conquista, como cualquier otra, fue innegablemente sangrienta. El término “conquista” implica violencia – caso contrario hablamos de una negociación. La invasión, cristianización y colonización de América no fue, no obstante, especialmente despiadada si la comparamos con tantos otros eventos similares de la historia.
A pesar de ello, los americanos (y sobre todo los latinos) sufrimos una aparentemente incurable victimización. Todavía nos cuesta sobreponernos a hechos ocurridos hace más de cinco siglos, esperando que la continuación de la ofensa nos reivindique de alguna manera.
Nuestra incapacidad para avanzar social, económica y emocionalmente trascendió los siglos. En los años 1970s, la oscuridad de la dictadura se posó sobre América latina. La opresión y el autoritarismo se llevaron consigo miles de vidas (cuyas cifras exactas están hasta el día de hoy en disputa) y dejó incontables víctimas de tortura, represión, violaciones y todo tipo de abusos indescriptibles – comparables solamente con el terror que hoy se vive en Venezuela si nos remitimos solo al continente.
A diferencia de los europeos, los latinos elegimos perpetuar el odio porque creemos que es una forma de justicia. En algún lugar de nuestro atareado intelecto, creemos que el resentimiento es la respuesta a un potencial olvido, no sea cosa que si damos dos pasos hacia la conciliación, alguien crea que eso de matar está bien.
Y para tornar esta situación incluso más macabra y retorcida, de alguna manera el latino sí aprendió a justificar (o a perdonar, o a glorificar) a los distintos grupos guerrilleros y terroristas. Sus actos fueron para muchos “necesarios en una coyuntura muy particular” y sus muertos se la rebuscaron para valer menos. Un daño colateral menor perfectamente comprensible.
Lo malo, lo repudiable, es el milico. ¡A ese no hay que dejarle pasar una! Y poco importa si el milico nuestro es rescatista en catástrofes naturales; el milico será siempre milico y como tal es digno candidato al ostracismo. Así de pobre y revanchista es nuestra mentalidad, y así, con estas toneladas industriales de ignorancia y selectividad histórica, pretendemos construir un futuro.
Estas creencias sobreviven gracias a los usos que determinados sectores políticos hacen de ellas: los mismos que nos venden justicia en discursos a voz quebrada y reciben sobres luego por debajo del escritorio, obrando como juraron jamás lo harían.
Apostar al futuro (como lo hicieron los europeos, como lo hicieron los japoneses con dos bombardeos inenarrables a cuestas) no es desmemoriarse de repente. No es empezar a reformular conceptos ni valores, ni sostener de la noche a la mañana que el horror es aceptable. No, con el terror no se negocia. Sí, lo injusto será injusto siempre.
Apostar al futuro es tener prioridades comunes, es no dejarse manipular por los intereses ideológicos de unos pocos; es no ser un peón de venganzas políticas que nada nos ofrecen.
No existe una máquina del tiempo. Lo hecho no se puede deshacer. Sí podemos, sin embargo, no repetir el pasado. Y para ello, no hay nada mejor que una convivencia sana y próspera.
FUENTE: PAN AM
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