Dos noticias del ámbito judicial, aparecidas ambas el 12 de julio pasado, me han llamado poderosamente la atención. La primera, impactante sin duda, es la condena a nueve años de prisión que recibió el expresidente de Brasil, Luis Inacio Lula da Silva, en un caso que se le sigue por corrupción. Los investigadores brasileños están desarticulando una inmensa red de manejos ilegales por miles de millones de dólares que ya costó la presidencia a Dilma Rousseff y no se ha detenido ante figuras poderosas del mundo de la política y de los negocios. Lo ocurrido es una muestra de que sí se puede combatir la corrupción en nuestros países, que podemos, en América Latina, avanzar hacia una forma más limpia y transparente de hacer política, aun pasando por encima de los fuertes intereses de personas que se consideran intocables.

La segunda noticia, que seguramente habrá pasado desapercibida para la mayoría de mis lectores, es que el Tribunal Federal de Suiza anuló la sentencia a cadena perpetua que, juzgados de nivel inferior, habían impuesto al guatemalteco-suizo Edwin Sperisen por los incidentes ocurridos en una cárcel de Guatemala hace unos once años.

Sperisen era Director de la Policía Nacional de ese país cuando se llevó a cabo un operativo para retomar el control del penal, que había caído en manos de varios delincuentes allí encarcelados. En el operativo murieron, en un incidente algo confuso, siete reclusos, y a Sperisen se lo acusó de homicidio por esas muertes y de otros cargos en relación a esos hechos y a otros anteriores.

¿Qué tiene que ver todo esto con las Naciones Unidas? La relación, aunque no lo parezca, es bastante directa. Sucede que en Guatemala opera una institución peculiar, la CICIG, que es la Comisión Internacional para el Combate contra la Impunidad en Guatemala y que  depende de la ONU. La CICIG fue parte sustancial de la investigación que llevó a juzgar a Sperisen, pues acusó a él, al ministro del interior, al jefe de las prisiones y a otros funcionarios, de haber planeado una matanza de prisioneros en una operación ilegal de lo que a veces se llama “limpieza social”.

La acusación era insostenible: los hechos que ocurrieron durante la toma del penal no indicaban que existiese la menor voluntad de proceder de ese modo y la amplia publicidad de la acción hacía suponer que no se preparaba ninguna acción ilícita. Pero la CICIG insistió, fraguó pruebas, consiguió testigos falsos e impulsó así varias acusaciones contra los supuestos implicados. Se quería lograr condenas de alto impacto comunicacional, tal vez para mejorar la imagen de la comisión y de quien la dirigía, tal vez por otros motivos que escapan a mi entendimiento. Que las acusaciones eran injustas lo prueba lo sucedido después: no solo el mencionado Sperisen sino todos los otros acusados han sido declarados inocentes, en tribunales de Guatemala y de España, demostrando así que la CICIG había urdido falsas e insostenibles acusaciones.

No se trata, hay que destacarlo, de un caso aislado. La CICIG también acusó injustamente a otras personas en el sonado caso Rosenberg, que al final quedaron en libertad después de comprobarse que no habían cometido ningún delito, y ha procedido del mismo modo en varios otros casos. Sus comisionados -como el actual, Iván Velásquz- no han vacilado además en intervenir en la política local, incluso promoviendo un cambio de la constitución que posee el país, lo que evidentemente escapa al marco de sus funciones. En los últimos años han procedido a recabar la información que ha llevado a prisión al expresidente Otto Pérez Molina y a su vicepresidente, así como a ministros y altos funcionarios de su gobierno. Estas últimas acciones le han permitido recuperar algo del prestigio perdido, pero el problema subsiste: todavía no se sabe si habrá suficientes pruebas válidas para permitir la condena de los acusados.

Algo ingenuamente, varias personalidades guatemaltecas promovieron la creación de la CICIG, pensando que de ese modo se podrían superar los graves defectos que tiene la justicia nacional. Pero el remedio ha resultado peor que la enfermedad: guiada por consideraciones ideológicas o por los intereses personales de quienes la dirigen, la CICIG ha resultado tanto o más parcial que los jueces locales y se ha convertido en un poder sobre el que no existe ningún control institucional. Amedrenta a algunos, deja en la oscuridad los delitos de otros y así solo contribuye a hacer aún menos confiable la justicia del país. La solución, por eso, no es llamar a las Naciones Unidas para que intervenga en nuestros asuntos: es mantener la presión ciudadana para que efectivamente se persiga a los corruptos, obligando a los jueces a proceder con equidad y sobre la base de sólidas pruebas.

FUENTE: PAN AM