La serie española La casa de papel ha logrado conseguir eso que todas las producciones se proponen y muy pocas logran. El éxito total, las recomendaciones de boca en boca y ese fenómeno inexplicable que hace que los seguidores tengan que ver un capítulo tras otro, mientras juran en vano “este es el último” al momento de dar play a un episodio más.

El suceso fue tal, que día a día aparecen noticias insólitas relacionadas a la serie de Netflix. Los célebres ladrones de bancos son entrevistados y dan su opinión sobre la ficción del momento y varias bandas delictivas ya comenzaron a operar con la célebre máscara de Dalí, no siempre con buenos resultados.  El actor Pedro Alonso, que personifica a Berlin, arribó esta semana a Buenos Aires y a pesar de haber sido un desconocido total hasta hace un año, hoy no puede caminar por la calle sin que todos los porteños lo reconozcan y le pidan una selfie.

Aunque la historia llegó a un final claro en la segunda temporada, la demanda es tan grande que los realizadores han decidido reabrir la historia, a pesar de que los mismos protagonistas ya habían reconocido que la serie había llegado a su final y que estaba completamente terminada.

Esta serie tiene la particularidad de que “los buenos” son “los malos”, algo que si bien ya se ha visto en otras oportunidades en la cinematografía, existen en esta historia ciertos aspectos relacionados con la política y la economía que merecen ser analizados.

¿Imprimir billetes es robar?

Uno de los aspectos más atractivos de La Casa de Papel es que los héroes y villanos entran a la Casa de la Moneda a robar tiempo. La banda de ladrones necesita generar toda una serie de distracciones que permitan demorar el ingreso de las fuerzas policiales, mientras se dedican a imprimir billetes. Sin ir a los detalles y evitando caer en spoilers, en el último episodio el líder de la banda, al ser increpado por sus acciones, se justifica diciendo que el Banco Central Europeo imprimió miles de millones de billetes para salvar a entidades que cuentan con privilegios que no tienen el resto de los mortales.

Más allá del discurso con tintes de Robin Hood libertario, lo cierto es que “el profesor” pone el dedo en la llaga, no solo para relativizar su culpa, sino para responsabilizar a las autoridades de acciones inmorales.

El robo, o mejor dicho, la apropiación de los billetes impresos por los mismos protagonistas, genera un indulto en el espectador que mira con benevolencia y admiración la operación que, en definitiva, no le quitó nada a nadie.

Existe una razón muy clara por la cual los Estados, que tienen el monopolio de la impresión de billetes por medio de sus bancos centrales, persiguen la falsificación. Es decir, la impresión de dinero que no realizan ellos mismos. Si cada persona pudiera imprimir sus propios billetes, la relación del circulante con los bienes y servicios de la economía no haría otra cosa que devaluar el valor adquisitivo de cada papel, hasta llevarlo a 0.

Esta lección monetaria fue aprendida por casi todo el mundo, salvo casos como el chavismo venezolano o el reciente de los Kirchner en Argentina, que pusieron al frente del Banco Central a Mercedes Marcó del Pont, que dijo que la creencia de que la emisión genera inflación es “un mito neoliberal”. De más está decir cuales fueron los resultados de su gestión.

Pero resumiendo, podemos asegurar, en términos económicos y éticos, que los gobiernos que imprimen billetes para paliar el déficit fiscal roban. Están robando valor adquisitivo a cada billete que se devalúa en manos de la gente que tuvo que trabajar para obtener sus ingresos. Por lo tanto, aunque se hable de inflación, por cuestiones culturales y de poca educación económica, tranquilamente podríamos hablar de “robo”. Un 10% de inflación es un impuesto del 10% que un gobierno implementó sin autorización del Congreso.

Es por esto que el “robo” de los protagonistas, de ser considerado robo, sería ínfimo en comparación a los abusos de varios gobernantes. Si a la banda del profesor le correspondería, por ejemplo, 10 años de cárcel, a Cristina Kirchner debería aplicarse cadena perpetua y a Nicolás Maduro pena de muerte.

¿Por qué los “buenos” son los “malos”?

Con el correr de los episodios, el espectador, mientras genera empatía con los supuestos delincuentes, comienza a ver como los malvados a las fuerzas de seguridad. Esto se va incrementando con el desarrollo de la serie al ver como funcionan los incentivos de la autoridad centralizada gubernamental. La muestra más clara de como trabajan los incentivos políticos en el accionar de las autoridades puede percibirse a la hora de arriesgar la vida de varios rehenes, con tal de liberar sana y salva a la hija de un embajador.

La actitud del agente de inteligencia enviado por el Gobierno español, que se gana el rechazo del espectador, deja en evidencia que “el bien común”, la justicia o la ética pueden no ser prioritarios cuando se le rinde cuentas a las cúpulas de la política.

Los comportamientos que la audiencia repudia por parte del aparato gubernamental, que trata de apresar a los enmascarados, ponen en evidencia el abismo que existe entre el personal del Estado ideal y el real. Las miserias personales, los problemas de la vida diaria de los agentes que repercuten en el trabajo que realizan, las venganzas personales que se anteponen a la labor, el fraude, la manipulación y los métodos espurios que utilizan los funcionarios, más interesados en su propio pellejo que en la vida de los inocentes, brindan al espectador (que esté atento a estas cuestiones) el “ser” del aparato gubernamental, con todas sus falencias, en lugar del “deber ser” que se espera del monopolio de la fuerza.

Por todo esto, más allá del entretenimiento y el éxito que generó esta ficción, vale explorar ciertos aspectos, que si bien revisten alguna complejidad, permitirán dilucidar de forma más completa  la serie de la que se habla hoy en muchos rincones del planeta.

Fuente: Panampost